Opinión

No hablaré de la moción de censura

Lo haré, eso sí, de la inacción y la lucha

Existen momentos en la historia en los que resulta imposible esconderse detrás de nuestros biombos particulares. Pretender vivir apartados de lo que está sucediendo es algo más que puerilidad, es una cobardía, es una traición hacia el legado de nuestros padres, es el paradigma del egoísta que niega a sus hijos su legítima herencia. Y, sin embargo, hemos de buscar a nuestra clase política tras esos frágiles ingenios de papel y madera que, aunque puedan ser muy bellos, no les protegen a ellos más de lo que nos protegen a nosotros nuestras televisiones de plasma, nuestros sofás, nuestros abonos a plataformas de pago, nuestros relojes que indican los latidos por minuto. Porque Occidente está agazapado detrás de cosas fácilmente destruibles. Cosas materiales, claro, que han servido para que gastásemos el dinero que no teníamos en construir fortalezas de celofán, perfectamente inflamables a la más mínima chispa.

Ahora que el incendio proveniente de oriente ha prendido en nuestra sociedad nos damos cuenta de lo fútiles que hemos sido. No tenemos defensa alguna ante la potente acometida a la que vemos sometido nuestro modo de vida. Descuidamos en su día la ética, la moral, la cultura, otorgándoles a las dos primeras cosas el papel de objetivos para comicastros sin talento y reservando a la tercera como mero instrumento de mercadeo subvencionado, como meretriz con la que obtener placer vulgar y torvo siempre previo pago. Sin idea de lo trascendente y erradicada la idea de Dios en la vida política y cultural, era imposible consolidar un mundo con la solidez suficiente para resistir de pie la época dura que padecemos. Porque cuando el ser humano abjura de la trascendencia cae en una trampa que solo sirve a aquellos que sí creen en Dios, pero para combatirlo.

En este mundo apocalíptico los ciudadanos no claman por sus libertades perdidas, sino por poder salir a consumir alcohol en calles y terrazas. Los jóvenes se quejan, no de un arco ideológico caduco que pretendan sustituir por uno nuevo, más vigoroso y puro, sino por no tener cobertura para su móvil. Nadie quiere ser héroe pero se exige a los demás que sí lo sea, nadie consiente sacrificarse, pero esperamos del resto que lo haga. Es el precio que pagamos por haber consentido, por permitir que nos arrebataran nuestra condición de individuos libres y la permutaran por la de consumidores conformistas. Ya no somos enfermos, somos clientes de las clínicas, somos estadísticas para el estado y no compatriotas, gráficas de ventas para las editoriales y no lectores.

No nos gusta intercambiar libertad por confort, no pretendemos escondernos porque abominamos de la oscuridad de la madriguera, optamos por salir a campo abierto"

La guerra que se está librando de una manera tan descarnada como encubierta la está ganando el totalitarismo por incomparecencia de todos nosotros, por no presentarnos en el campo de batalla desplegando nuestros estandartes y afirmando que estamos aquí, que somos los hijos de la Grecia clásica, de la Roma civilizadora, del Renacimiento y de Leonardo, de la Capilla, Sixtina y de Rodin, de la enciclopedia y del liberalismo romántico, del humanismo de Rousseau y de la filosofía de Teilhard de Chardin, de las agujas góticas de las catedrales de Chartres o de Burgos y de Le Corbusier.

Somos Chesterton, Shakespeare, Dumas, Balzac y Baroja, somos Cervantes, Quevedo y Larra, somos Goethe y Ortega, Simenon y Delibes. Somos un lienzo de Ferrer-Dalmau con pinceladas de Velázquez, Renoir y Piero de la Francesca. Y no queremos pedir perdón por ser lo que somos, ni nos sentimos cómodos en ningún sofá, por mullido que sea. No nos gusta intercambiar libertad por confort, no pretendemos escondernos porque abominamos de la oscuridad de la madriguera, optamos por salir a campo abierto, respirando el olor a hierba mojada y a salitre del mar cercano para mirar cara a cara a nuestro adversario al que combatiremos con fuerza y honor, aunque él desconozca esto último.

Nada de biombos, nada de escondrijos, nada de evitar la lid, que a eso venimos al mundo, a lidiar, la condición que apareja ser persona libre de mirada clara y manos limpias"

Quizá seamos pocos, quizá este sea el sueño de un puñado de locos que se empeñan en embestir en desesperada carga contra lo inevitable del destino, pero es nuestro deber hacerlo y poco bueno podría decirse de nosotros si no lo hiciéramos. Nada de biombos, nada de escondrijos, nada de evitar la lid, que a eso venimos al mundo, a lidiar, la condición que apareja ser persona libre de mirada clara y manos limpias.

Y si caemos, cosa no descartable viendo el sesgo vergonzante de nuestros contemporáneos, adictos a la molicie, sea en buena hora. No hay nada peor que un epitafio ignominioso o ese desprecio de la historia que te condena al olvido.

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