El Gobierno de Pedro Sánchez está viviendo sus horas más convulsas desde que llegó al poder. Las imágenes de la marea humana desparramada sobre la playa del Tarajal tienen un poso a final de etapa, a dolorosos estertores de un tiempo que huye, a un descomunal naufragio. La invasión de Ceuta dirigida, orquestada, impulsada y consumada desde el Gobierno marroquí es el hecho más grave registrado en nuestro ámbito internacional de las últimas décadas, incluido el episodio de la isla Perejil.
En el parvulario de la Escuela Diplomática se enseña que hay que llevarse bien con el vecino del sur y que es muy conveniente no adentrarse en las movedizas arenas del Sáhara porque siempre ocurre algo. Arancha González Laya, suma conocedora de la burocracia comercial europea, no es de la carrera. Su inexperiencia, falta de tacto, de olfato y hasta de vista, ha abierto las puertas a este episodio que hace temblar los cimientos de un gobierno de coalición inestable y de un presidente debilitado por la derrota madrileña.
Durante estas dos últimas décadas, las relaciones de España con la monarquía aluita se habían restablecido en el marco de un sobrio pragmatismo. José Luis Rodríguez Zapatero mudó la neutralidad negativa en neutralidad positiva y logró situar a España como socio comercial preferente de Rabat, por delante incluso de Francia. Mariano Rajoy esquivó delicadas tensiones fronterizas, desplazó a Ceuta y Melilla del ámbito de la disputa y logró engrasar y potenciar el diálogo económico entre las partes. El rey don Juan Carlos actuaba de gran apagafuegos cuando era preciso superar algún desencuentro con su 'hermano' Hassan y su sobrino Mohamed. A Felipe VI, los talibanes de la Moncloa no le han permitido papel alguno en ese ámbito.
Un desastre mayúsculo y expansivo
Pedro Sánchez ha evidenciado falta de finezza al abordar el peliagudo dossier marroquí. Con esa altivez propia de la ignorancia, en colaboración con su tradicional suficiencia ajena a toda reflexión, el jefe del Gobierno español ha logrado, en un par de años de mandato, arrojar a la diplomacia española al extrarradio de la periferia internacional. Lejos del Washington de Biden, que ni siquiera se ha dignado a saludarle telefónicamente y que acaba de mostrar su respaldo a Marruecos, mero comparsa en una Europa que le contempla con reticencia y desconfianza, y sin más simpatía que las que despierta en los regímenes populistas del subcontinente americano, la política exterior del sanchismo bien puede calificarse de un desastre expansivo. En tiempos de Josep Borrell se mantenían levemente las formas, sin enormes aciertos. Ahora ni siquiera se logra un guiño de condescendencia por parte de quienes algo pintan en el orden político mundial.
La ministra Laya no atendió las advertencias de su homólogo de Interior, Grande Marlaska, no informó al Gobierno de Rabat y ni siquiera trasladó la novedad a la instancia judicial española
El caso marroquí es paradigmático de este largo rosario de ineficacia suprema. Para empezar, Sánchez no efectuó a Rabat su primera visita como presidente del Gobierno, en contra de lo que manda la tradición, respetada hasta entonces por todos sus predecesores. Hubo excusas y justificaciones varias, pero el desplante quedó grabado a fuego en el entrecejo del ofendido. Más tarde amparó y no contuvo la agresiva actitud de su entonces vicepresidente Iglesias, de un radicalismo feroz y de un amateurismo adolescente. Reclamaba un referéndum de autodeterminación en el Sahara en base a unas disposiciones de la ONU ya superadas. Ahora acaba de incurrir en el palmario error de dar cobijo al jefe del Frente Polisario, enemigo público número uno de Marruecos. Brahim Ghali ingresó con documentación falsa en nuestro país y ahora se le atiende en un hospital de Logroño de dolencias sin especificar. La ministra Laya no escuchó las advertencias de su homólogo de Interior, Grande Marlaska, sobre el particular, no informó a las autoridades marroquíes sobre el polémico hospedaje y ni siquiera trasladó la novedad a la instancia judicial correspondiente ya que Ghali tiene causas pendientes en la Audiencia Nacional. En el mundo diplomático se puede mentir si consigues engañar. De no ser así, es mejor ni intentarlo. Las consecuencias suelen ser muy graves.
Cuanto ocurre evidencia un desconocimiento mayúsculo por parte de Moncloa de cómo actúa Marruecos cuando se siente ofendido, de lo que representa y significa en el mapa de los intereses españoles
Cuanto está ocurriendo evidencia un desconocimiento mayúsculo por parte de Moncloa y del Palacio de Santa Cruz tanto de lo que es Marruecos, de cómo actúa cuando se siente maltratado, de lo que representa y lo que significa en el mapa de los intereses españoles. La reacción ha sido brusca y atolondrada. Despliegue de contingente militar sobre la zona, con blindados en la playa incluidos, devolución de decenas de invasores, viajes relámpago de Marlaska y Sánchez a las dos provincias amenazadas, donde no se les recibió con afecto, e invocaciones a Bruselas para recordarle que Ceuta y Melilla también son Europa. Un sortilegio de gestos tardío y a trompicones para enmendar la pifia. Ni siquiera fue capaz el presidente de telefonear al líder de la oposición para compartir información y tuvo que ser Casado quien descolgara el teléfono para transmitirle su apoyo.
Todo esto sucede en la semana que se pretendía celebrar, con parafernalia de apoteosis, como el último acto de un musical de Broadway, la semana mágica de Sánchez, una performance futurista diseñada por Iván Redondo para paliar el desgaste de imagen del jefe del Ejecutivo, todavía con los severos moratones sufridos en la terrible golpiza del 4-M.
La militancia socialista se instala en el territorio de la duda y emergen las críticas con ansias de castigo. Alguien lo ha hecho muy mal y no basta con la cabeza de Gabilondo o de aquel otro Franco
La zozobra se ha instalado en el ánimo de la izquierda como un huésped incómodo, uno de esos visitantes molestos de los que resulta difícil deshacerse. El trompazo madrileño ha levantado una polvareda de incertidumbres que anima un escenario de 'fin de ciclo'. La militancia socialista se instala en el territorio de la duda y emergen las críticas con ansias de castigo. Alguien lo ha hecho muy mal, y no basta con la cabeza de Gabilondo o de Franco.
La factoría de ficción de la Moncloa, con los radares siempre alerta a cualquier movimiento que arriesgue la continuidad del césar, había reaccionado con la celeridad y el despliegue técnico y de aparato que le caracteriza. “Un tal Iván”, (como le denomina Guerra), o un 'talibán' (como lo pronuncia Alsina), jefe del Gabinete de Presidencia, había dispuesto la representación de otra obra magna de la marquetería propagandística de su negociado, con bandas y tambores, coros y mucho tachín-tachín, que tendrá lugar, salvo modificaciones, este mismo jueves en el Auditorio del Reina Sofía. Quizás el desastroso Rhodes se digne, esta vez, a desprenderse de sus raídas camisetas para acompañar con su teclado, torpe e inconexo, tan fastuosa celebración. Redondo había incrustado este lunes un opúsculo de una página en El País para anunciar tan rutilante ceremonia, intitulada 'Fundamentos para una Estrategia Nacional de Largo Plazo', un enunciado que se pretende ambicioso y hasta definitivo.
Para 2050, esa "comunidad llamada España", como dice el voluntarioso amanuense, quizás siga siendo una comunidad, quizás siga llamándose España pero cuesta trabajo pensar que siga siendo una nación, al menos con su actual aspecto, conformación y hechuras
El objetivo de tal despliegue, "un ejercicio de Estado" rezaba el texto de Redondo, es el de diseñar cómo será la España de 2050. Es decir, una acometida ambiciosa en la que han participado cientos de reputados economistas bajo la dirección de Diego Rubio, especialista de cámara del presidente amén de miembro de aquel comité de expertos de la pandemia que nunca existió. Tal despliegue de sapiencia y talentos bien podría resumirse en la frase del escritor Sergio del Molino con la que Redondo abre y cierra su muy comentado artículo : “La comunidad llamada España sigue siendo posible”.
Para 2050, esa "comunidad llamada España", como dice el voluntarioso amanuense, quizás siga siendo una comunidad, quizás siga llamándose España. Sin embargo cuesta trabajo imaginar que siga siendo una nación, al menos con su actual aspecto, conformación y hechuras. Será otra cosa, una reliquia rebosante de republiquetas y nacioncillas, un puzle para armar. El sanchismo amenaza con arrasar con todo cuanto se construyó desde el 78. Incluida la Constitución, el marco de convivencia y el bienestar ciudadano. Dispone de unos 30 años para hacerlo, según el esplendoroso teatrillo monográfico que mañana presentará Redondo en sociedad. Mohamed VI, sin embargo, se ha empeñado en aguarle la fiesta. Y quizás algo más.
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