Opinión

Es el momento de las mascarillas, no de los esputos

Podrán aporrear todas las cacerolas que deseen, pero no cuando una nación está luchando para no irse a la mierda

Cuando algo está fuera del tiempo o de los propósitos que ese tiempo exige, lo consideramos inoportuno. Desde hace ya unos días, hay palabras, acciones y personas fuera de lugar. Cosas que ocurren cuando no deben o que demoran cuando se les espera con urgencia. Convocar y reunir a miles de personas a las puertas de una pandemia, como ocurrió el pasado 8 de marzo, o comparecer ante un país aterrado manoseando un rosario de palabras redichas y vacías, puede ser una muestra de ello.

Corresponde a La Polaroid de esta cabecera plantear al lector una imagen que resuma lo ocurrido en los siete días consecutivos que separan una semana de la anterior. Y en esta han ocurrido muchas cosas: un Gobierno entumecido y distraído en sus propias riñas, un país que salió de su vida para encerrarse y ponerse a cubierto ante la expansión de un virus que pudo detectarse antes.

La foto que nos sale esta semana es fantasmagórica. No hay nadie retratado en ella, sólo paredes desnudas, calles desoladas y podios vacíos a los que nadie acudió cuando se les esperaba. A esta semana corresponde la fotografía de los que no llegaron a tiempo, de los que no aparecieron o intentaron meterse a la fuerza cuando ya no servía de nada.

Aspiran a la orla un especialista en epidemias que manda a la gente a manifestarse, un presidente que hace de la obviedad virtud y unos socios de gobierno que horadan, no ya el buen curso de la gobernanza, sino el futuro de los ciudadanos que dependen de ella. Todos juntos componen un retrato de ausentes al que conviene añadir los nacionalismos narcisistas incapaces de buscar el bien común.

Es verdad, también, que el Rey parece haber renunciado a su obligación de salvar de la irrelevancia a la institución que dirige

Resulta irritante cómo el rey Felipe VI ha hecho las cosas esta semana: de la peor manera posible. Primero al despachar un comunicado cuya gravedad no debió intentar disimular haciéndola pasar por debajo la mesa de la pandemia. Pero aún peor fue comparecer cinco días más tarde de la declaración de un estado de alarma con un discurso que igual servía para inaugurar un puente. Pero eso no nos da el derecho de dinamitar lo que ya existe. 

Es verdad, también, que el Rey parece haber renunciado a su obligación de salvar de la irrelevancia a la institución que dirige. Puede haber renunciando a la herencia de su padre por aquello de arrojar a don Juan Carlos al fuego preventivo de la hoguera, pero ocurre que dentro de ese legado que repudia está, también, la institución que hoy es incapaz de defender.

En respuesta, podrán aporrear todas las cacerolas que deseen, pero no cuando una nación está luchando para no irse a la mierda, porque el gesto de la cucharilla contra el cazo resulta frívolo y falto de humanidad. Que todo lo anterior sea de alguna manera cierto no justifica que nos pongamos a estornudar improperios o rebañar cuando lo necesario es la virtud. Es el momento de las mascarillas, no de los esputos. 

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