Había sido un año ciertamente ajetreado. En 1948, Iosif Stalin, dictador soviético y padre putativo de la Patria después de haberla sojuzgado desde hacía veinte años, posó sus ojos sobre Berlín; en particular, sobre el sector que controlaban los occidentales. Estos acababan de introducir una nueva moneda para recuperar la economía de posguerra, hecho que irritaba al dictador. Berlín estaba inmersa en la parte de Alemania que controlaba la URSS, así que a Stalin le bastó con cerrar todos los accesos y cortar los suministros y la electricidad: Occidente tenía que decidir entre abandonar Berlín o abrirse paso a tiros y desencadenar la III Guerra Mundial. Era el órdago perfecto.
El asunto, sin embargo, se resolvió cuando Occidente se decidió a abastecer la ciudad mediante un puente aéreo. Ahora, sería Stalin el que tendría que disparar el primer tiro; el órdago se había vuelto en su contra. Los niños se amontonaban, curiosos, para ver aterrizar a los gigantescos C-54. A lo largo de 15 meses, Occidente realizó no menos de 250.000 vuelos, contando a los 25 aviones que se estrellaron en el intento. Stalin acabó cansándose y levantó el bloqueo, pero aquel susto facilitó la formación de una alianza pensada en caso de guerra con los soviets; la llamada Organización del Tratado del Atlántico Norte, acuartelada en Bruselas, y basada en la máxima los mosqueteros de Dumas: "Uno para todos, y todos para uno." En otras palabras, atacar a uno de sus miembros supondría enfrentarse a todos ellos.
Para ingresar en la Alianza, cada Estado tenía que respetar la democracia y el imperio de la Ley (aunque fuera de la OTAN, el bloque occidental, como sus enemigos comunistas, no tuviera problema en aliarse con dictaduras más bien salvajes como las de Diem o Trujillo). Sus reuniones serían un tanto irregulares. De hecho, después de la primera cumbre, celebrada en el París de 1957, la OTAN no se reunió siquiera ante los momentos más dramáticos del siglo XX. Durante la Crisis de los Misiles del 62, por ejemplo, la OTAN fue consultada sólo cuando aquel duelo de nervios entre Washington y Moscú -ambos con el dedo sobre el botón nuclear a cuenta de la instalación de misiles soviéticos en Cuba- había sido ya resuelto entre ambos líderes in extremis.
La segunda cumbre no se celebró hasta 1974 (perdiéndose, de esta forma, desde el nacimiento del Muro de Berlín hasta la invasión de Checoslovaquia o la guerra de Vietnam) aunque, eso sí, el ritmo de reuniones se disparó a partir de entonces: la OTAN se dedicó a tratar asuntos algo más mundanos como la crisis del petróleo o la distensión setentera que se vivió brevemente con la Unión Soviética.
La OTAN en el mundo post-soviético
Al acabar los años ochenta, los encorbatados líderes de la Alianza se toparon con algo que sus analistas no habían creído posible: la implosión del bloque soviético al completo. En medio de un clima de euforia y sorpresa, las cumbres del 89, el 90 y el 91 aplaudieron la marcha de los acontecimientos. Alemania, punto de partida del conflicto que había dado lugar a la OTAN, unificó, bajo una colorida lluvia de fuegos artificiales, sus dos mitades (la prooccidental y la prosoviética), e ingresó en la Alianza para octubre de 1990. No todos lo celebraron. "Vencimos a Alemania dos veces", se quejó la Primera Ministra británica Margaret Thatcher, "y ahora han vuelto".
Una pregunta flotaba en el ambiente: si la URSS no existía ya, ¿no debería disolverse la OTAN, en tanto en cuanto representaba una unión defensiva? Un documento departamental británico que circulaba por aquel entonces afirmaba que "para la mayoría de Europa Occidental, la OTAN es un pato muerto." Aunque la primera ley de las alianzas es la de tener un enemigo en común, la OTAN se reinventó y reescribió sus objetivos. Lo cierto es que no pocos líderes preferían que aquella Alemania unificada se integrara en una coalición militar en lugar de resurgir militarmente por libre: las dos guerras mundiales estaban aún demasiado frescas en la memoria.
Los territorios ex- soviéticos pronto iban a presentar un nuevo desafío: el de la guerra civil y la limpieza étnica. La antigua Yugoslavia se fragmentó en un mosaico de milicias étnicas que se dedicaban a exterminar alegremente a las poblaciones del contrario a golpe de Kalashnikov"
Los territorios ex- soviéticos pronto iban a presentar un nuevo desafío: el de la guerra civil y la limpieza étnica. La antigua Yugoslavia se fragmentó en un mosaico de milicias étnicas que se dedicaban a exterminar alegremente a las poblaciones del contrario a golpe de Kalashnikov. Esto no afectaba directamente a los miembros de la OTAN, según sus estatutos, así que esta delegó en un principio en la Unión Europea, que se amparaba en las tropas de la ONU. Pero la falta de unidad de la UE y la escasa fuerza militar de la ONU lastraban sus acciones y, en la primavera de 1999, la OTAN autorizó el bombardeo de Serbia (campeón indiscutido del genocidio en la región) y lo hizo sin esperar a la ONU, que estaba paralizada por el veto ruso y chino. La noche ex-yugoslava se iluminó con fogonazos y resplandores; 1000 uniformados serbios y 500 civiles perdieron la vida, según la ONG Human Rights Watch, y el gobierno serbio finalmente echó el freno a sus ímpetus homicidas.
De hecho, la OTAN no sólo sobrevivió a los noventa, sino que se expandió. A pesar de que sus gobiernos le habían asegurado a los líderes rusos que no invitarían a las naciones de Europa Oriental a integrarse en la Alianza, no pasaría mucho tiempo antes de que se desdijeran. Estas naciones recordaban el brutal dominio soviético -que los había utilizado como una especie de escudo territorial ante posibles ataques occidentales, forjando así un "cinturón de seguridad" alrededor de la URSS- y, dado que no deseaban volver a repetir la experiencia si un poder nacionalista volvía a hacerse fuerte en Rusia en algún momento, buscaron refugiarse en la OTAN a partir de mediados de los noventa; particularmente, cuando Moscú empezó a exhibir músculo militar de nuevo en los bosques y ruinas de Chechenia.
A pesar de que las relaciones entre la OTAN y Rusia estaban en su mejor momento (se habían firmado acuerdos de cooperación directa desde el 97), las ambiciones nacionalistas de Putin, nostálgico de la fortaleza geopolítica de la URSS, pronto iban a cambiarlo todo"
El triunfalismo era palpable entre los miembros de la Alianza. En 1998, cuando la OTAN aceptó en su seno a Polonia, Hungría y la República Checa, el senador americano que dirigía el Comité de Relaciones de la Cámara, Joe Biden, afirmó que esto conduciría a "cincuenta años de paz". La cifra, más bien, sería de veinte.
Porque en Rusia, un nuevo político acababa de subir al poder ese mismo año; un antiguo teniente-coronel de la KGB llamado Vladimir Putin. A pesar de que las relaciones entre la OTAN y Rusia estaban en su mejor momento (se habían firmado acuerdos de cooperación directa desde el 97), las ambiciones nacionalistas de Putin, nostálgico de la fortaleza geopolítica de la URSS, pronto iban a cambiarlo todo.
La tardía reacción rusa
El momento de riesgo máximo se produjo durante la cumbre de la OTAN de 2008, en Bucarest. El presidente americano George W. Bush le ofreció a Ucrania y Georgia ingresar en la Alianza. Como le habían advertido sus propios servicios de Inteligencia, varios países europeos, capitaneados por Francia y Alemania, lo rechazaron: ambos candidatos eran muy inestables, y aquello parecía una ofensa innecesaria al nacionalismo ruso. De esta forma, el asunto quedó en una vaga promesa por parte de Washington; una que, aun así, estremeció al Kremlin.
Putin reaccionó agresivamente. Menos de cuatro meses después de aquellas declaraciones, Rusia apoyó a las regiones rebeldes de Osetia del Sur y Abjazia contra el gobierno georgiano; regiones que Rusia consideraba parte de su célebre "cinturón de seguridad". Los blindados rusos entraron en acción, sus aviones descargaron bombas sobre la capital, y las milicias osetias aprovecharon para saquear e incendiar las aldeas georgianas.
En el caso de Ucrania -donde la guerra georgiana, todo sea dicho, había templado los ánimos de unirse a la Alianza-, la nueva administración americana del presidente Barack Obama prefirió decantarse por la prudencia: animó a Kiev a unirse a la Unión Europea en vez de a la OTAN. Pero incluso esto suscitó los recelos rusos y, en 2013, el acuerdo con la UE fue cancelado por el presidente prorruso Yanúkovich. Ese fue el momento en que una revolución nacionalista y prooccidental llenó las calles de palos, fogatas y banderas, y Yanúkovich fue derrocado. Rusia no dudó en consultar su manual georgiano, y envió a sus comandos a asegurar las regiones orientales que, a fin de cuentas, le eran afines y a las cuales convirtió rápidamente en parte del "cinturón de seguridad." Finalmente, viendo que el ejército ucraniano se desvivía por recuperarlas (y que este cada vez peleaba mejor gracias al entrenamiento occidental) Moscú apostó el resto de sus fichas y, en 2022, lanzó su ataque a gran escala contra el país. Huelga decir que la OTAN se reunió de emergencia en dos ocasiones seguidas cuando se produjo la invasión; y que la posibilidad de meter a Ucrania en la Alianza quedó definitivamente descartada.
La importancia de la cumbre de Madrid 2022
Llegados a este punto, la cumbre de Madrid celebrada durante estos días -en junio del 2022- parecía no tener mucho que discutir: se trataba, en esencia, de un frente antirruso. Pero en su seno latía la disensión. Suecia y Finlandia, notando el hálito de Rusia sobre su nuca, acababan de pedir el ingreso en la Alianza; rompiendo la neutralidad que habían mantenido durante toda la Guerra Fría (y en el caso de Suecia, durante más de 200 años). Su ingreso sería todo un triunfo estratégico: Finlandia compartía 1340 km. de frontera con Rusia, Suecia controlaba el acceso al Báltico, y ambas tenían ejércitos modernos que habían entrenado ya con los de la Alianza. El momento, además, era propicio: con Rusia desangrándose en Ucrania, poco podría hacer para evitar su ingreso. Ahora bien, para que ambos pudieran entrar, necesitaban del voto unánime de los 30 miembros de la OTAN. Y uno de ellos se oponía: la Turquía de Recep Tayyip Erdogan.
Erdogan le había causado a la Alianza no pocos dolores de cabeza en su día, desde la compra de sistemas antiaéreos S-400 a Rusia hasta su compadreo con Irán para saltarse las sanciones que pesaban sobre esta. Ahora, acusaba a los dos países candidatos de apoyar a sus enemigos, como eran las guerrillas kurdas nacionalistas. "Disculpen", dijo en mayo cuando se enteró de que los diplomáticos suecos y fineses iban a visitar Ankara para negociar, "pero no necesitan cansarse." Dado el historial de flirteo político de Erdogan con Rusia en el norte de Siria, no pocas personas temieron que Turquía estuviera representando el papel de saboteador diplomático, conchabada con Moscú. La explicación, sin embargo, resultó ser algo más mundana: Erdogan se enfrentaba a las elecciones en menos de un año. Su popularidad caía al mismo ritmo que la economía turca. Agitar la bandera nacionalista y exigir concesiones era una buena forma de recuperar terreno en las encuestas.
La situación, por tanto, no tardó en desbloquearse. Suecia y Finlandia hicieron promesas algo vagas y Erdogan levantó la barrera. Al final del día, la cumbre de Madrid confirmó lo contrario de lo que Putin pretendía demostrar: la unión de sus enemigos. Y es que pocas cosas ha habido que unieran más a los muy diversos actores que conforman la OTAN que el hecho de tener un adversario en común. El Kremlin, al fin y al cabo, parecía haber olvidado la eterna moraleja de la Alianza Atlántica.
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