Hay que reconocerle a Pedro Sánchez una extraordinaria habilidad para sacar provecho de aquellas circunstancias que no dependen de su voluntad. Ha vuelto a demostrar su pericia en estos menesteres haciendo coincidir el tramo final de la capitulación ante el independentismo con el extraordinario impacto mediático del compromiso constitucional de la Princesa de Asturias. Es un maestro del equívoco y del camuflaje. Lo ha hecho muchas veces, pero no deja de sorprender.
Al igual que sorprendió, y de qué manera, cuando se convirtió en protagonista en las exequias de su detestado Rubalcaba, Sánchez se travistió esta vez de humilde y devoto monárquico para tratar de amortiguar los efectos de su servil rendición. Aunque en su fuero interno, como viene demostrando desde que se hizo con la Presidencia del Gobierno, su interés por consolidar la monarquía y favorecer su utilidad sea inversamente proporcional a su desmesurada ambición.
Pedro Sánchez se desempeñó el pasado martes ante las cámaras como un disciplinado alto funcionario del Estado mientras sus edecanes cerraban con Pere Aragonès los “flecos” de la compraventa y ordenaba al Propagandabüro repartir bicarbonato: “Puigdemont también ha hecho concesiones”. El martes Sánchez se comportaba como celador de la Corona y al día siguiente suscribía con Esquerra Republicana la enajenación a precio de saldo de desconocidas (nos enteraremos cuando a Su Excelencia le parezca oportuno) porciones de soberanía nacional.
De no ser hoy España, en esta penosa coyuntura, una Monarquía Parlamentaria, al jefe del Estado lo acabarían imponiendo Arnaldo Otegi, Oriol Junqueras y Carles Puigdemont
Sánchez se disfrazó de alabardero en una planificada puesta en escena que pretendió, sin éxito, contrapesar la oscura componenda en curso y la foto en Bruselas del tal Cerdán bajo una urna que era una bofetada a la Constitución y a la Corona. Una bofetada que es el anticipo del precio a plazos que habrá de abonarse al independentismo a lo largo de una legislatura en la que la Monarquía será señalada como uno de los principales deudores.
Este obseso del poder, capaz de convertir a la Constitución, en el preámbulo de la ley de amnistía, en cómplice de una norma que suspende su vigencia (la ley de amnistía), se dispone a confeccionar un gobierno con el apoyo de todos los enemigos de la monarquía parlamentaria, a la que van a cuestionar cada vez que necesiten activar algún mecanismo de presión contra el Estado. De este modo, lo que acepta el líder socialista para recuperar plaza presidencial en propiedad, a conciencia y probablemente con íntimo agrado, es someter a la Corona a una inaceptable posición de provisionalidad, a una suerte de tutelaje que roza la inmoralidad.
Ya hay algún escribano a sueldo que, a modo de sutil coacción, se ha ocupado de notificar que el fiel de la balanza entre monarquía y república es el PSOE. Lo que no apuntan los exégetas del sanchismo es que de no ser España en esta penosa coyuntura una Monarquía Parlamentaria, al jefe del Estado lo acabarían imponiendo, con el respaldo cómplice de la izquierda radical, Arnaldo Otegi, Oriol Junqueras y Carles Puigdemont. Imaginemos por un momento -no creo necesario hacer ningún esfuerzo- la escena: el exmiembro de ETA y los dos golpistas catalanes poniéndose de acuerdo para imponer como presidente o presidenta de la república a alguien de su gusto a cambio de un puñado de votos. Es lo único que nos falta por ver. Y lo peor es que no estamos en disposición de asegurar que no lo veremos.
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