'Operación Zarzuela' podría tratarse perfectamente del título de una novela de James Bond, pero no, aquí no hay elegantes espías embutidos en impecables ternos confeccionados en Saville Row que puedan meterse entre pecho y espalda un vodka martini antes de cenar sin perder la compostura.
En España nunca hemos sido de esa clase de fútiles ornamentos, pero cuando se trata de retorcer leyes, estirar reglamentos o darle la vuelta como un calcetín a preceptos jurídicos, otrora sólidos como piedra berroqueña, no tenemos rival en el mundo exceptuando a los argentinos, que ya saben ustedes que juegan otra liga.
España, aquel imperio en el que mientras no se ponía el sol sus habitantes no tenían para cenar un triste chusco de pan, aquella fábrica de bancarrotas consecutivas, castas meretrices, turbios poetas y tristes hidalgos segundones que, para huir de la pobreza, no tenían más remedio que emprender el peligroso camino de la milicia, siempre ha sido la mejor escuela del mundo de secretarios reales de a tanto, de marquesados, obispos a la violeta, notarios de egipcio gesto, cortesanos venenosos y, sobre todo, de validos especialmente creativos a la hora de retorcer leyes en favor de su señor, de ellos mismos, o del mejor postor.
Y la tradición sigue, vaya si sigue.
Echemos un vistazo atrás, solo unos meses: a los pocos días de la llegada al gobierno del equipo Sánchez se publicaba el decreto de estructura del Gobierno, un texto político-jurídico con mayor profundidad de lo que parecía.
Normalmente, el decreto de estructura de nuestros gobiernos era un texto bastante aséptico, un mero organigrama con la relación de ministerios, departamentos y sus dependencias jerárquicas, pero esta vez no era eso, al menos no era solo eso.
La clave de la bóveda de un cambio que superaba, por la vía de hecho, muchos de los usos y costumbres constitucionales que nos han acompañado desde el año 1978
Perfecta y sibilinamente camuflado tras un texto administrativo bastante aburrido se escondía una auténtica bomba de relojería, la clave de bóveda de un cambio que superaba, por la vía de hecho, muchos de los usos y costumbres constitucionales que nos han acompañado desde el año 1978 con un objetivo muy claro, desbordar nuestra monarquía parlamentaria y constituir algo que podríamos definir como monarquía presidencialista si no se tratase de un oxímoron.
En un trabajo digno de un orfebre veneciano y sin cambiar una coma en la Constitución, el macrocefálico gabinete de Moncloa se ha constituido en el nuevo Consejo de Ministros, situándose por encima del propio consejo en potestades y capacidad de coordinación y dejando a los ministros con menos atribuciones que un jefe de negociado de las clases pasivas.
La consecuencia de este cambio es evidente, si quien coordina realmente el trabajo de los ministerios es el gabinete de Presidencia, su jefe es el que ejerce de facto de primer ministro, saltándose además la obligatoriedad de comparecer ante el parlamento a rendir cuentas. Una jugada maestra.
Similar a un jefe de Estado
Sigamos tirando de la cuerda. Quien se sitúa por encima de ese nuevo jefe de Gabinete y primer ministro que ejerce de tal sin tener que haber superado investidura alguna ya no es solo primer ministro, sino que se sitúa en un espacio indeterminado pero muy cercano a lo que en otros países es un jefe de Estado de amplios poderes. Un jefe de Estado de una república presidencialista a la francesa. O a la norteamericana. O a la argentina.
Y subamos el último escalón. Así las cosas, ¿Qué hacemos ahora con el jefe de Estado? Pues parece que vistas las últimas maniobras monclovitas, estamos en plena operación de orillamiento y vaciado de contenidos de la vieja jefatura del Estado gracias la técnica del "abrazo del oso".
La Corona, tras la estúpida y vergonzante salida del rey emérito, un error de cálculo inconcebible que va a pagar caro, queda disminuida en funciones, tocada en imagen pública y sobre todo, en manos de un Petrus Rex Hispaniarum que ya no disimula en su deleite en ocupar parte de las potestades simbólicas y ornamentales que se atribuían a la misma.
¿Quién dijo que hacía falta cambiar la Constitución para proclamar la República?
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