Las imágenes de la cámara de seguridad la hacen ver mastodóntica. Se sabe que es Cristina Cifuentes, en parte por la melena amarilla -aunque luzca apelmazada y sucia-, y porque el medio de comunicación que hizo la filtración se ha encargado de anunciarlo a cañonazos: ¡es ella, es ella! La entonces delegada de gobierno va vestida de azul Klein. Lleva abrigo, bolso y zapatos a juego. Todo de buena factura, aunque en ella parece ropa prestada, heredada. No del todo suya.
Serán las luces del habitáculo o la poca prestancia de la escena, pero a las imágenes las recubre una película de grasa y bastedad. Fueron grabadas hace siete años por el circuito cerrado de seguridad en un supermercado de Vallecas. Un híper, pues. Entonces, un guardia de seguridad descubrió a la política del PP sustrayendo dos cremas cosméticas de gama media e introduciéndolas en su bolso. Potingues, ungüentos baratos -no sabía ella entonces- para embalsamarla de una vez por todas y para siempre.
Las tragedias, cuando no descerrajan, sólo pueden aspirar al despojo. Al episodio bufo y humillante. A la farsa mal rematada. No fue un máster mal habido en la Universidad Rey Juan Carlos lo que desalojó a Cristina Cifuentes de la presidencia de la Comunidad de Madrid, sino la pésima gestión que hizo de su defensa, por llamar de alguna forma a sus desastrosas comparecencias.
Cada gesto de Cifuentes clavetea su ataúd político: sonarse la nariz con el pañuelo desechable ante la mirada del guarda; estirar los billetes, uno a uno, o esa forma nerviosa de contar monedas
Renunciar a la prudencia es, también, una forma de autodestrucción. Lo más parecido a hacerse un corte con un cúter antes de saltar a una en una piscina llena de barracudas. En su romería del descrédito, Cifuentes se llevó por delante el futuro electoral propio y el de su partido, arrastró por el suelo la credibilidad de una universidad e incluso hasta nos hizo dudar de si la presidenta de la Comunidad estaba en su sano juicio.
Alguien le ha devuelto a Cifuentes este vídeo para abofetearla por los muchos otros que ella difundió acusando a los suyos de una maniobra de sabotaje. No saber oler a los enemigos es mucho peor que buscárselos gratis. Y si había forma alguna de pulverizar a la impertinente Cifuentes, ya en entredicho por su master de mercadillo, era carbonizándola en las brasas de un hurto vulgar.
A Barberá le afearon sus bolsos con anagrama de regusto hortera que llegó a recibir como regalo público. A Camps, los trajes supuestamente financiados por un prestamista con bigote. A Cifuentes sólo le queda eso: maquillaje barato, confiscado en el cuartillo al que van a parar los rateros. Si hubiese sido panga, choped o mortadela, las cosas no hubiesen ido mucho peor.
La ex presidenta de la Comunidad de Madrid lleva los tobillos atados al carro de Aquiles, que a aquellas horas de la mañana de un jueves no paraba de dar vueltas alrededor de la Puerta del Sol
Hay algo séptico en la aparición de estas imágenes: recuperadas de la letrina en la que alguien mandó a meter la mano para, entonces sí, rematar a Cifuentes. Cada gesto de la ex presidenta de la Comunidad clavetea su ataúd político: sonarse la nariz con el pañuelo desechable ante la mirada escéptica del guarda; estirar los billetes, uno a uno, o esa forma nerviosa de contar monedas. Se puede terminar peor, aunque no más roto, más descuartizado.
Quien observa las imágenes repetidas en bucle en tertulias e informativos, tiene la sensación de que la presidenta de la Comunidad de Madrid lleva los dos tobillos atados al carro de Aquiles, que a aquellas horas de la mañana de un jueves no paraba de dar vueltas alrededor de la Puerta del Sol. No habrá nadie que pida una sepultura para Cristina Cifuentes, nadie que se asome para ponerla a salvo de las alimañas y la intemperie, nadie capaz de meter una moneda en su boca para pagarse el viaje al más allá. A Caronte no podrá Cifuentes sacarle gratis el cruce hacia la Laguna Estigia. A él no.
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