Nunca se sabe por dónde saltará la liebre. Lo demostró de nuevo el resultado de la votación popular en Eurovisión, donde el televoto español fue a Israel (y en el este de Europa, a Ucrania). El hecho es más que anecdótico; denuncia el divorcio en marcha entre la mayoría de nuestra sociedad y las supuestas élites mediáticas y académicas, inmersas en un antisemitismo que, como tantas cosas vergonzosas, parecía superado por la historia.
Antisemitismo y proislamismo
Voy a centrarme en la parte elitista del divorcio, y en concreto en las razones del antisemitismo y proislamismo de esas élites, cara y cruz de la misma falsa moneda. El lector debe entender aquí por “élites” los grupos admitidos como tales, aunque muchas veces no lo sean por sus méritos, sino por la falacia de autoridad que no admite que la Junta de Gobierno de una universidad pueda equivocarse cuando apoya a Hamás. Están formadas por el mal llamado “mundo de la cultura” de intelectuales e industria cultural, numerosos docentes y científicos universitarios, y muchos periodistas y analistas políticos. A estos grupos me refiero.
Retrocedamos un poco en la historia para entender el presente: el antisemitismo actual, como el de hace un siglo, expresa el rechazo de la democracia, la sociedad abierta y el pluralismo; no es un fin, sino un medio. Y de rebote, connota la preferencia por una sociedad monolítica, unánime, sin minorías, sumisa a la autoridad e incluso militarizada (el programa común de todos los totalitarismos).
Que se haga llamar “antisionismo” o con cualquier otro eufemismo no cambia el hecho capital: los judíos, que desde el Imperio romano son europeos con otra religión, son rechazados porque encarnan la tozuda voluntad de vivir como minoría autónoma entre una mayoría que puede serles hostil: un desafío a la unanimidad.
Este sentido es muy claro en España, que por desgracia exilió a su gran población judía en 1492, peaje por la unidad religiosa del Estado moderno que empezaba a nacer. Hoy hay pocos judíos nativos que rechazar (aunque siguen siendo acosados), pero en su mayoría las élites culturales españolas se declaran de izquierdas o nacionalistas (hoy en día un híbrido: los nacionalistas se consideran de izquierdas, y viceversa), y por tanto son antisemitas como ingrediente del rechazo a la democracia, el pluralismo y la sociedad abierta, la trinidad liberal. Aquí es más fácil porque no ha habido ni hay un elevado porcentaje de judíos secularizados en esas élites.
Franco y su Guardia Mora
No es baladí que el franquismo también tuviera veleidades antisemitas, expresadas en la denuncia neurótica del contubernio judeo-masónico contra la dictadura. En cambio, a Franco le gustaba el islam a su manera colonial, preferencia expresada por su colorida “guardia mora” (vejación simbólica adicional al bando derrotado) y la jaculatoria de “nuestra tradicional amistad con los países árabes”, justificación de su represalia antisemita más descarada: negarse a reconocer al Estado de Israel; las relaciones diplomáticas tuvieron que esperar hasta 1986. Dicho de otro modo, para la paleoizquierda presente la política exterior ideal española se parece mucho a la de Franco. ¡Vaya!
El sesgo antisemita y pro árabe del franquismo revela algo interesante de las élites izquierdistas: que comparten el mismo prejuicio y por idéntica razón. No sorprenderá mucho a quienes conozcan las permeables fronteras entre socialismo radical y fascismo. Y este sesgo, que se reproduce inalterado desde hace más de un siglo en todo occidente, facilita al izquierdismo mudar sus referencias desde Moscú a La Meca. La revolución antiliberal y anticapitalista que antaño abanderó el comunismo soviético es ahora atributo del islam, y en concreto de los más encarnizados enemigos musulmanes de Israel: los fedayines palestinos y los ayatolás de Irán.
Mucho peores fueron quienes incluso, tras la denuncia parcial de los crímenes comunistas por el propio Kruschev, persistieron en el autoengaño y la mentira. Y hasta hoy
En 1930, Moscú era considerado el faro de la esperanza para gran parte de las élites intelectuales europeas. Aunque algo se conocía de la brutal dictadura leninista, pocos fueron capaces de romper el hechizo: Bertrand Russell, Fernando de los Ríos o André Gide volvieron escépticos y desilusionados de la peregrinación a la nueva URSS. Otros, tras sufrir al partido, pasaron a la oposición activa, como George Orwell, Simone Weill o Jorge Semprún. No era sencillo, pues incluso mentes privilegiadas ajenas al marxismo, como J.M. Keynes o Ludwig Wittgenstein, creyeron ver en la URSS valores espirituales superiores como la condena del dinero, el altruismo y la fraternidad social. Mucho peores fueron quienes incluso, tras la denuncia parcial de los crímenes comunistas por el propio Kruschev, persistieron en el autoengaño y la mentira. Y hasta hoy.
El agotamiento de los encantos soviéticos encontró alivio en la China de Mao Zedong, tan admirado en el mayo del 68 -precedente de los movimientos universitarios pro islamistas-, y la revolución tropical de Fidel Castro. Pero el salto definitivo al islamismo fue obra de Michel de Foucault, uno de los intelectuales más influyentes del presente. En la revolución iraní del ayatola Jomeini, Foucault descubrió las posibilidades subversivas puras del islamismo, superiores a las agotadas del viejo comunismo obrero. La apoyó con entusiasmo hasta que empezó a conocerse la persecución a homosexuales, comunistas, mujeres emancipadas y minorías. Con todo, el encanto del Irán de los ayatolas era doble o triple: haber derrotado a los Estados Unidos y países occidentales que apoyaban al shah, el antiliberalismo y fanatismo integral, y encarnar esa furia violenta de la revolución sin límite ni escrúpulos que encandila a la izquierda cultural desde Robespierre, tanto más cuanto mejor estabulada y protegida de todo peligro esté en las instituciones públicas (como el Museo Nacional Reina Sofía).
Entregados a regímenes repugnantes
Fue así como la izquierda cultural revolucionaria, y la simplemente iliberal (también hay mucho derechista filofascista en esta banda del campo), cambió las torres del Kremlin por los minaretes de La Meca como nueva Tierra Prometida de la Historia Revolucionaria. Y es entonces cuando la sociedad europea corriente comienza a escamarse y huir de esos prescriptores de opinión política y superioridad moral, que han sustituido la igualdad por la diversidad y el pluralismo por el populismo, para entregarse a la defensa de regímenes repugnantes y bandas terroristas. No por casualidad, de nuevo el detonante ha sido el antisemitismo. ¿Habremos aprendido esta vez del colapso de la civilización entre 1917 y 1939?
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