Opinión

Mucha gente en la calle

Yo no he visto (lo mismo es que no me fijé, ¿eh?) que nadie, o casi nadie, reclamase que a estos 21 millones de mujeres se las trate como a seres humanos y se les devuelva la vida

Anteayer, 8 de marzo, por la ventana (vivo al lado de la Gran Vía, en Madrid) entraba un estrépito enorme, como el de los grandes acontecimientos: cuando gana La Roja, cuando gana el Real Madrid, en los días gozosos del Orgullo Gay, esas cosas. Un ruido tremendo que los vecinos conocemos bien, porque convivimos con él todos los días sin faltar uno, pero esta vez era atronador: eslóganes rítmicos multiplicados por los megáfonos, multitudes que coreaban lo que fuese, pitos y, como peculiaridad, el trueno de las batucadas, los tambores que hacían temblar los cristales en las ventanas y los bolígrafos encima de la mesa.

Era la gigantesca manifestación (o manifestaciones) por los derechos de las mujeres. Es imposible calcular el número de asistentes. La Delegación del gobierno dice que unas 35.000 personas; los organizadores, que eran varios, habrán asegurado que acudieron muchos cientos de miles de millones de personas, que es lo que hacen siempre los organizadores de las manifestaciones porque, total, es gratis y ya saben que nadie se lo va a creer. Que eso es lo de menos.

Las mujeres (y muchísimos varones) salieron a la calle en toda España abrigadas, gozosas, beligerantes, ruidosísimas y minuciosamente enfadadas unas con otras: divididas en varios grupos, cosa que empieza a resultar frecuente y que, por más lógico y explicable que sea, no resulta bueno para nadie. Llevaban semanas, o meses, mirándose de reojo unas a otras, y me refiero no a los millones que estuvieron en la calle sino a sus líderes o lideresas, dirigentes, paladinas, dueñas, jefas o “girifaltes”, que habría dicho Sancho Panza. En el Congreso se llamaron fascistas mutuamente las representantes de la izquierda feminista. En la manifestación de ayer, unas feministas pedían a grito pelado la dimisión de la ministra Irene Montero, feminista también.

Están intentando llevar votantes a su aprisco. Todo lo demás no son sino sutilezas de teólogo que muy pocas de las manifestantes que llenaban ayer mi calle serían capaces de explicar. Poquísimas

Y todo este lío, tan ruidoso, está provocado no tanto por diferencias de opinión ideológicas, de género o biológicas, o por leguleyadas o prácticas judiciales presuntamente aviesas (que a lo mejor todo eso también tiene algo que ver), sino por estrategias políticas: los partidos que conviven en el gobierno como en un piso pequeño conviven suegra y nuera, rezongando los unos de los otros y pisándose deliberadamente lo fregado, no han llegado a un acuerdo sobre la averiada ley del “solo sí es sí” no porque ese acuerdo fuese difícil, que no lo era, sino por la simple razón de que están marcando territorio, como los animalitos que salen en los documentales de la BBC, con la vista puesta en las elecciones. Están intentando llevar votantes a su aprisco. Todo lo demás no son sino sutilezas de teólogo que muy pocas de las manifestantes que llenaban ayer mi calle serían capaces de explicar. Poquísimas.

Pero hay millones de mujeres que no han salido a manifestarse para celebrar (o para cabrearse con) el 8 de marzo. Concretamente, alrededor de 21 millones de mujeres que no es que no hayan querido salir a la calle a decir lo que piensan, que sin la menor duda sí habrían querido. Lo que pasa es que no se lo permiten.

Los talibán, sin embargo, parecían haber cambiado. Por lo menos al principio. Se mostraban mucho menos bestias y pulguientos que en las postrimerías del siglo XX

Sé que hay más sitios en los que ocurre algo parecido, pero déjenme que me fije hoy en uno solo: Afganistán.

No hace todavía dos años que los talibán (plural de talib, aunque se acepta talibán también como singular; decir talibanes es como decir “madrileñeses”) recuperaron el poder en el país después de veinte años de frágil y quejumbrosa democracia, pero al menos las mujeres podían estudiar, trabajar, sonreír, escuchar música, vivir como seres humanos. Cuando las tropas occidentales salieron del país como ratas, tras el súbito colapso del gobierno y del ejército del país, muchos lo pensamos: se les acabó la vida.

Los talibán, sin embargo, parecían haber cambiado. Por lo menos al principio. Se mostraban mucho menos bestias y pulguientos que en las postrimerías del siglo XX, aparentaban cierta moderación y cierto respeto por las formas; y, esto sobre todo, aseguraban que respetarían los derechos humanos y que nadie tenía nada que temer.

Eso era todo lo que los occidentales querían oír para tranquilizar su conciencia al abandonar a su suerte a 42 millones de personas aterrorizadas, la mitad de ellas mujeres. Aunque era una evidente, feroz, colosal mentira. Todos lo sabíamos y Joe Biden el primero.

No se atreverán, decíamos. El pueblo se levantaría contra ellos. Pero los talibán tienen una fuerte implantación en el país, obviamente en su mitad masculina. Al principio no pasó nada y los estrategas occidentales respiraron, aliviados. Pero poco a poco empezaron a hacer cambios. Primero un detalle, luego otro. El caso es que ahora mismo, año y medio después de que se les permitiera recuperar el poder porque no permitírselo resultaba carísimo, han restablecido su tiranía religiosa prácticamente como estaba hace 25 años.

Las mujeres, grandes y pequeñas, viven confinadas en sus casas y no pueden pisar la calle si no es en compañía de un pariente próximo, por supuesto varón

Las mujeres no pueden estudiar. Primero cerraron las universidades y ahora la prohibición afecta a todas las niñas en cuanto son capaces de leer, escribir y contar. Las mujeres, grandes y pequeñas, viven confinadas en sus casas y no pueden pisar la calle si no es en compañía de un pariente próximo, por supuesto varón. Las mujeres saben que es mejor que no contesten al teléfono porque, según esos fanáticos, podrían excitar a los varones con el seductor sonido de su voz.

Las mujeres afganas no pueden trabajar en casi nada, salvo si están vigiladas y controladas. Es curioso que la más notoria excepción sean los médicos y cirujanos, por la sencilla razón de que apenas hay en el país cirujanos varones (la mayoría huyeron cuando volvió la plaga de los talibán) y la gente se muere en los hospitales. Que se mueran las mujeres importa poco, pero que se mueran los varones es otro asunto, así que ahí hacen una excepción a la sharia y las dejan operar.

Pero las condiciones (o las espantosas restricciones) para trabajar son terribles. Cientos de miles de hombres lograron escapar del país a tiempo, y el sustento de la familia quedó a cargo de sus esposas. Pero a ellas no les permiten trabajar y así el hambre y la miseria se extienden por Afganistán como una peste imposible de contener.

Es muy peligroso que las niñas, por más jóvenes que sean, salgan a la calle, aunque sea acompañadas. Pasa un tipo con barba, se fija en la chiquilla y, sin más, se la lleva; la arranca de la mano de su madre (si es su padre se suelen añadir varios culatazos) y en cuestión de horas la obligan a casarse con el raptor, o con el jefe del raptor, que ya tendrá tiempo de repudiarla cuando se canse de ella.

Las más díscolas, las reincidentes, las más viejas o sencillamente las más feas acaban en un vertedero con el cuello rajado o un balazo en la cabeza

Hay, literalmente, miles de mujeres en las cárceles, casi todas detenidas por “delitos morales” como llevar mal puesto el niqab (velo negro que cubre todo salvo los ojos) o el célebre burka. Casi nunca hay juicio. Las más díscolas, las reincidentes, las más viejas o sencillamente las más feas acaban en un vertedero con el cuello rajado o un balazo en la cabeza. Las otras suelen acabar como esposas forzadas o como esclavas sexuales de los carceleros.

¿Y qué hace el gobierno de los talibán cuando los occidentales protestan por todo esto? Pues es muy sencillo: negarlo. Decir que no es verdad, por más periodistas que se hayan colado en el país y aporten pruebas irrefutables de que sí lo es. Hay una especie de gañán al que han nombrado ministro del Vicio y la Virtud (en serio, hay un Ministerio que se llama así) que ha desarrollado una cara dura inaudita cuando le toca negar los crímenes que se cometen todos los días, todos, contra las mujeres.

Ah, pero los gobiernos occidentales le creen. ¿Por qué, si está mintiendo? Porque quieren creerle. Porque les interesa creerle. Porque saben (lo mismo que lo saben esos salvajes) que los soldados occidentales nunca van a volver allí para salvar a nadie, por más que lo hubiesen prometido cien veces. ¿Que esos hijos de puta están masacrando, martirizando a las mujeres, reduciéndolas a la condición práctica de bestias de carga o de orificios para el placer? Bah, seguramente serán exageraciones. Y si no lo son… Pues oye, mala suerte.

Afganistán queda muy lejos. Es un país bárbaro. No podemos ocuparnos de todo, caramba, dirían, pensarían las ministras, las lideresas de aquella muchísima gente que pasaba por mi calle

En la manifestación feminista del 8-M se defendía una ley que aumenta las penas a los delincuentes sexuales y se denostaba el llamado “código penal de La Manada”, eslogan político más falso que Judas. O al revés, la verdad es que yo tampoco lo entiendo. Gritaba la gente a favor o en contra de la abolición de la prostitución. Se alteraban los y las manifestantes por la candente cuestión de si los transexuales son hombres o mujeres. Se hablaba de derechos y de igualdad. De paridad en la política y en la economía. Se encendían unos y otras por si hay que decir todos y todas, todos y tod@s o todos y todes, como en Asturias. Todo eso es muy importante y está muy bien. Sin duda.

Pero yo no he visto (lo mismo es que no me fijé, ¿eh?) que nadie, o casi nadie, reclamase que a estos 21 millones de mujeres se las trate como a seres humanos y se les devuelva la vida (la vida misma, la vida entera) que les han arrebatado. Es comprensible. Afganistán queda muy lejos. Es un país bárbaro. No podemos ocuparnos de todo, caramba, dirían, pensarían las ministras, las lideresas, las paladinas de aquella multitud, de aquella muchísima gente que pasaba por mi calle, todas abrigadas, todas gozosas, todas dando voces. Quizá porque no saben la suerte que tienen. O sí lo saben.

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