Se acerca Halloween, el día de Todos los santos y el de los Fieles Difuntos, se acerca la matraca sobre si celebrar lo primero es traición a la patria y cosa de paletos. Nos encontraremos también con los que se afanan por subirse al carro de la última moda multicultural y cosmopaleta; nos hablarán de lo interesante que es la relación de los mexicanos con la muerte y le mirarán con condescendencia cuando usted les comente que no tiene puñetera idea de lo que es un altar del Día de Muertos. ¡Debería saberlo, válgame el cambio climático, aunque sólo sea por la película Coco, de Disney! Montar el propio altarcito es lo suyo, lo de ir a dejar flores en el cementerio es cosa del pasado, ¿sabes? La vanguardia de la cultura.
Pues no. Sobre cómo honrar a los muertos se discute desde hace milenios, más allá de modas bobaliconas. A Aristóteles trataron de ponerle en un apuro con una defensa del relativismo moral a cuenta de que en un lugar enterraban a sus difuntos y en otro los cremaban. Cada pueblo pensaba que la costumbre del otro era una aberración. ¿Conclusión? Relativismo moral. Pero Aristóteles no era imbécil, (¿lo recordaríamos si así fuera?), y respondió que de relativismo nada: todos estaban de acuerdo en que a los difuntos se les debe unas exequias dignas. Jaque mate, no todo es relato.
Mi abuela tomó también en su momento la determinación sobre cómo habrían de ser considerados sus restos mortales y, mucho antes que los papanatas que mencionaba al principio, me pidió que no anduviera perdiendo el tiempo yendo al cementerio a dejarle flores. Al notarme desconcertada, me contó una fábula de su invención. A una actriz famosa le habían hurtado un collar de diamantes, su joya más preciada. Después de una infinidad de pesquisas, la policía sólo consiguió recuperar el estuche vacío, que fue devuelto a su dueña. Hija mía, si vas al cementerio a visitar mi lápida es como si aquella actriz se abrazara a ese estuche vacío: lo relevante, lo apreciado, ya no estará ahí. Y le hice caso, tenía todo el sentido del mundo. Últimamente, sin embargo, me he replanteado la cuestión, a cuenta de un soneto muy malo de Francisco Luis Bernárdez:
Si para recobrar lo recobrado
Debí perder primero lo perdido,
Si para conseguir lo conseguido
Tuve que soportar lo soportado,
Si para estar ahora enamorado
Fue menester haber estado herido,
Tengo por bien sufrido lo sufrido,
Tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
Que no se goza bien de lo gozado
Sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
Que lo que el árbol tiene de florido
Vive de lo que tiene sepultado.
He leído bastante poesía en esta vida, y éste es de los poemas que más recuerdo. En parte porque lo descubrí por vez primera siendo niña y me dejó desconcertada. Pero sobre todo porque me parece muy malo. Y las cosas deplorables se nos quedan grabadas en la memoria (motivo por el que aquellos anuncios bobos de los que nos reímos son, en realidad, brillantes, pues no abandonan nuestra mollera así nos demos de golpes contra la cabeza).
Quiero creer que mis hijos irán poco a poco floreciendo, y todo esto ha sido posible sólo por aquellos a quienes enterramos, nuestras raíces
Los dos últimos versos del soneto son los que me llevan a cuestionar a mi abuela pues, aunque el poeta quizá sólo pensara en clave individual, es perfectamente trasladable a una cuestión familiar y de ahí, a lo social y lo político. Por mi edad y circunstancias, soy las ramas de un tronco, que lo conforman mis padres (gracias a Dios, siguen vivos y coleando). Quiero creer que mis hijos irán poco a poco floreciendo, y todo esto ha sido posible sólo por aquellos a quienes enterramos, nuestras raíces.
Por circunstancias económicas, pero también culturales, tendemos cada vez más al individualismo y a olvidar que lo que tenemos de florido sigue vivo por aquello que hemos sepultado en nuestra memoria. No hablo ahora de la pena inmensa que me produce no poder acudir a Valencia, de donde soy, a acompañar a mi familia a dejar unas flores en el cementerio, aunque mi abuela se revuelva en su tumba. Pienso también en el presente continuo en el que vivimos, que damos por descontado, como si la estabilidad social, política y económica no nos hubiera costado sangre, sudor y lágrimas. Para colmo, la infame ley de Memoria democrática acabará por dar el rejón de muerte a la fuente inevitable de todo presente y futuro que deseamos prósperos: el conocimiento sereno y sin aspavientos del pasado.
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