Hay muchas formas de estar sola. Puedes tener pareja, y estar sola. Trabajar rodeada de gente a jornada completa, y estar sola. Ser madre de familia numerosa, y estar sola. Y puedes vivir sola y no sentir ni un instante la amenaza de esa garra afilada que mata y que es la soledad que no se desea. No es cómo estas, es cómo te sientes.
Pienso en todo esto después de leer “Mujeres solas”, de Tatako Takahashi. Cayó en mis manos durante una cena de amigas la noche del 23 de abril, envuelto en un delicado papel verde traído de Corea, junto a un lazo al tono y unas flores del jardín de Susana. Me tocó por azar, pero me atrapó. Desde el título, hasta la última línea. Cinco vidas, unidas por el desasosiego que deja la soledad que no se elige.
“El más débil no es el frágil o el enfermo, sino el que está solo.” Encuentro, casualmente, esta frase en un periódico. Su autora, la paleoantropóloga María Martinón-Torres. Y lo terrible, insisto, es que hay muchas formas de estar solo. Sola. Y muchas formas de combatir el sentimiento que provoca la falta de compañía y que si fuera un color sería, intuyo, el gris. Porque ese es el tono que resulta, por ejemplo, de mezclar el blanco de las montañas nevadas de Afganistán, con el negro rasgado del manto a través de cual miran las mujeres de ese país. No debe haber mayor soledad que la de permanecer encerrada, lejos de tu voluntad, bajo un burka que no deja un resquicio abierto a la brisa de la libertad. ¿Quién se acuerda hoy de estas mujeres? Han pasado nueve meses, lo que dura un embarazo, desde que los talibanes recuperaron el poder al tiempo que las afganas perdían todo lo que habían conseguido en las últimas dos décadas. Han dejado de existir, les han apagado la voz como si fueran viejos transistores a los que se les aumenta o disminuye el volumen con el simple movimiento de una rueda.
Hoy también recuerdo esta otra historia. La de la mujer cuyo cuerpo fue encontrado momificado en el suelo de la cocina de sus casa madrileña en abril del 2019. Llevaba cinco años sin vida, 1825 días sin que nadie se percatara de su ausencia; sin que nadie la echara de menos… hasta que una sobrina, que residía en el extranjero, alertó a la policía de que llevaba mucho tiempo sin saber de ella. Recuerdo la historia porque me tocó cubrirla para informativos T5 y me atravesó como un rayo. Hablé con vecinos, con el portero que fue acumulando sus cartas. Y ninguno, repito, nin-gu-no extrañó su falta. Han pasado más de tres años de esta historia, confinamiento incluido, y no la olvido. Tampoco la luz centelleante que dejó la tormenta en mitad de aquella tarde soleada en esa calle próxima a la estación de autobuses de Avenida de América donde yo aguardaba para la conexión en directo y que fue algo así como un presagio de la tormenta que desata la soledad cuando no se busca.
Es la otra pandemia del siglo XXl. El otro virus que los más vulnerables tratan, también, de esquivar a toda costa. No provoca fiebre, ni toses, ni es motivo de ingreso en las unidades de críticos. No ataca a los pulmones, pero sí apunta directamente al alma. Y no hay vacuna, no hay cura para luchar contra este diagnóstico cada vez más común: la soledad, que se expande a la velocidad de la covid. Alerta un informe reciente de la Fundación Universitaria San Pablo CEU de que, si no nacen más niños y se recupera la estabilidad perdida en las parejas, aumentará el número de personas que viven solas en España. Ahora son casi cinco millones, según el INE; prácticamente la mitad, mayores de 65; y en su gran mayoría, mujeres. Mujeres solas. Menos mal que en medio de toda esta desazón, descubro una ONG que me devuelve la confianza en el ser humano: la Fundación Grandes Amigos. Son voluntarios dispuestos a tomar un café, a dar un paseo o a mantener una conversación con mayores que anhelan una voz con la que romper el vacío que les rodea. Una voz con la que poblar una rutina deshabitada. “Amarás lo cotidiano porque no existirá siempre.”
El verano ha llegado a San Sebastián en el tiempo que dura un latido y, por eso, esta noche, he dormido con la ventana abierta. El ruido de algún coche de madrugada; el destello azulado de una cocina encendida, imagino, a golpe de insomnio; el débil rugido del mar en calma y el rumor de mi propia respiración cuando suena libre. Hay muchas formas de estar sola, pero no, afortunadamente yo no lo estoy.
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