Las mujeres son ciudadanos de segunda, los homosexuales se exponen a diez años de cárcel y se calcula que 6.500 operarios -que trabajaban en condiciones de semiesclavitud- murieron construyendo los estadios. Pocas veces un posicionamiento moral tiene una respuesta tan clara. Entonces, ¿por qué no hemos sido capaces de boicotear el Mundial de Qatar? Además, como todos sabemos, tampoco es que nos desborden las ganas de verlo: es el primero que se celebra en invierno, no hay equipos nacionales deslumbrantes y ni siquiera los niños y adolescentes vibran especialmente ante esta cita deportiva. ¿Cómo es que no pudimos hacer lo correcto? Ni siquiera de intentarlo realmente.
El filósofo francés Thibaud Leplat ha tratado de explicarlo y para ello invocó el concepto de ‘utopía localizada’ de Michel Foucault: los mundiales se asocian a recuerdos mágicos de nuestra infancia y por eso somos reacios a rechazarlos. Además, existe un motivo práctico: todos sabemos que dejar de ver los partidos no mejorará la situación ecológica, ni los Derechos Humanos, ni devolverá la vida a los trabajadores fallecidos. Como mucho, servirá para que sean más cuidadosos para el Mundial de 2026, pero no hay garantía de esto y nuestra mirada cortoplacista dificulta comprometernos con problemas tan lejanos.
Catar o la dignidad humana
Otro freno al boicot, no seamos ingenuos, radica en la existencia de la vital base aérea estadounidense de Al Udeid, situada al sur de Doha, con capacidad para diez mil efectivos. Su mérito principal es haber sido clave durante los combates contra el EIIL (Estado Islámico de Irak y Levante, al que muchos medios se refieren como Isis). Parece improbable que Estados Unidos o cualquier país de la OTAN quiera participar en acciones contra un territorio que alberga una de sus principales equipamientos bélicos. Sería como tirar piedras contra su propio tejado geopolítico.
Pasa lo mismo que con la NBA, que se vuelca con Black Lives Matter pero es incapaz de plantar cara a China
Es curioso: en tiempos de hiperactivismo woke, parece más improbable que nunca organizar boicots que realmente sirvan para algo. Se debate mucho sobre causas nobles y poco acerca dignidad humana. Esto es, en gran parte, porque vivimos en un mundo deporte hiperpatrocinado y las causas (feminismo, antirracismo, ecologista…) sirven para conectar con nichos de mercado, mientras que las peleas por la dignidad y los derechos humanos solo valen para enfrentarse a gobiernos poderosos, que pueden cerrar sus territorios a espectáculos deportivos. Bien lo sabe la NBA, que se vuelca con Black Lives Matter pero esconde la cabeza ante cualquier reclamo de boicots hacia China, un mercado al que no quiere renunciar.
Por último, no podemos obviarlo, está el pequeño detalle de que el fútbol es un espectáculo deslumbrante, que engancha más que la heroína. Así lo explicaba, con máxima frustración, el filósofo cristiano marxista Terry Eagleton en uno de sus mejores artículos: "Si cualquier fundación intelectual derechista tuviera que dar con una estrategia
capaz de distraer al populacho de la injusticia política y compensarlo por una vida de durísimo trabajo, la solución siempre sería la misma: fútbol. Salvo el socialismo, no se ha imaginado manera más refinada de resolver los problemas del capitalismo. Y en la pugna entre socialismo y fútbol, el fútbol va varios años luz por delante". Cualquier futbolero con inquietudes igualitarias sabe que tiene razón. Somos así de blandengues.
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