Es muy llamativa la subida del precio del aceite de oliva, demasiado intenso y muy rápido. No es algo nuevo, desde abril de 2021 ya se detecta una presión alcista que se ha acelerado este verano, probablemente por el aumento de demanda debido al turismo. Las cifras oficiales del INE dicen que, de agosto del 2022 a agosto de este año, el alza es del 52% y del 115% desde abril de 2021. Los motivos hay que buscarlos en la sequía y, según fuentes del sector, a “las altas temperaturas en época de floración del olivar”. Esta circunstancia provoca que en las dos últimas campañas la producción haya sido inferior a la media habitual. La campaña es larga, comienza en octubre con los aceites de cosecha temprana, y finaliza hacia el mes de abril, con lo que no habrá nuevo aceite disponible en meses, lo que implica que es posible que los precios se mantengan altos todo el otoño al menos.
Cuando el precio del girasol se disparó al empezar la guerra de Ucrania, todos sabíamos que había un techo: no podía subir tanto como para llegar al de oliva, porque entonces el consumidor elegiría este
Sin embargo, el aceite de oliva es el típico producto que entra dentro de lo que en economía se llama “elasticidad de la demanda”. Este concepto se refiere a que si un producto rebaja su precio, la demanda será mayor, y por tanto ocurrirá lo contrario cuando el importe a pagar por él se incremente. Es decir, que la subida del precio del aceite de oliva tiene un techo ya que hay alternativas y quien encuentre excesivo el precio del aceite de olive virgen extra, comprará el normal, y quien no pueda comprar el normal, comprará el de orujo, o irá directamente al de girasol, abundante y barato en estos momentos. De hecho, cuando el precio del girasol se disparó al empezar la guerra de Ucrania, todos sabíamos que había un techo: no podía subir tanto como para llegar al de oliva, porque entonces el consumidor elegiría este.
Por eso, siendo grave esta escalada del precio, enmarcada en una intolerable tendencia al alza del coste de lo relacionado con la alimentación en España que del que hablábamos no hace mucho, tiene la ventaja de ser un producto con alternativas: se puede renunciar a la calidad máxima de este oro líquido si el dinero no nos llega. De hecho, esta semana hemos conocido unos malos resultados de la empresa Deoleo que, contrariamente al discurso de algunos, no ha ganado más con la subida de los precios sino menos porque ha reducido ventas. No obstante, hay algunos productos en los que la demanda es prácticamente inelástica, que tengan el precio que tengan se consumen igual, y uno de ellos es clave para toda la cadena de producción y distribución, incluida por supuesto la alimentación: el crudo. Como se puede ver en el gráfico que antecede estas líneas, los precios actuales de diésel y gasolina casi más que doblan los de enero:
Es cierto que hay motivo políticos en laoscilación del precio de combustibles, o de cambio de divisa y, por supuesto, incide el aumento de la demanda global, dado que 2023 es un año de crecimiento y por tanto de mayor producción y consumo. Sin embargo, para el usuario es difícil que alguien consuma menos porque el coste suba, así como tampoco gastará más en gasolina para su coche si el precio cae. Es lo que en economía se llama demanda inelástica, algo que se da en muy pocos bienes (por ejemplo en ciertas medicinas): valga lo que valga, el consumo se mantiene. Esto ocurre cuando no hay alternativa. A estas alturas se podía pensar que el coche eléctrico o el uso de renovables en la industria podía cambiar el panorama. Los hechos han demostrado que ese escenario sólo existe en la mente de algunos burócratas de Bruselas.
Lo cierto es que desde los gobiernos, incluso desde el mundo financiero empeñado en promocionar los criterios ESG (Environmental, social and governance) se ha promovido el abandono de la inversión en combustibles fósiles y en mejoramiento de la capacidad de refino. Se ha pensado que bastaba con subvencionar unas energías frente a otras para conseguir un objetivo que sólo la ciencia puede lograr: que seamos capaces de cambiar de modelo energético sin perder calidad de vida. La guerra de Ucrania ya destapó el error con el gas natural y la recuperación económica postpandemia está mostrando lo mismo con el resto de combustibles fósiles, incluso con el carbón, que se ha vuelto a poner de moda hasta en países como Alemania.
La UE sigue empeñada en una agenda que promueve el coche eléctrico respecto al de combustión cuando aún no se han resuelto ni el asunto de la autonomía, ni el de los puntos -y velocidad- de carga, ni el de los suministros de materiales, ni el qué hacer con los deshechos. Con todo, es en el sector industrial y en el transporte aéreo y marítimo donde más evidente resulta que a los hidrocarburos les queda mucha vida, y que es necesario invertir en ellos para que los precios no se encarezcan tanto. Llevamos décadas con el mantra del fin de las reservas de petróleo pero lo cierto es que producto hay, el problema no es ese. Es un tema complejo que no tiene una solución fácil, aunque estaría bien que se empezara desde ya a cambiar los erróneos planes que aún siguen en vigor.
Otra gran diferencia con el aceite de oliva es que no debemos olvidar que en torno al 40% del precio que pagamos en la gasolinera son impuestos, por lo que el Gobierno sí tiene herramientas en su mano para reducir el coste que paga el consumidor, y de forma inmediata.
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