Opinión

Nadal, un español ejemplar

En el tenis, la voluntad y el sacrificio son las herramientas del éxito. Incluso me atrevo a decir que tan importantes como la técnica

Rafael Nadal anuncia su adiós.
Rafael Nadal anuncia su adiós. EFE

«Me retiro del tenis profesional. Mil gracias a todos». Con estas palabras Rafael Nadal ha anunciado el fin de su carrera. Su último torneo será dentro de unas semanas, en Málaga, cuando juegue la Copa Davis con el equipo de España. El balance de sus 23 años de vida deportiva activa, con más de 1.000 victorias, de las cuales 22 han sido en Grand Slams, le hacen acreedor del título de auténtica leyenda del tenis, de la que pueden sacarse algunas aleccionadoras conclusiones, aplicables a bastantes ámbitos de la vida.

Nadie puede dudar de que en Nadal la virtud que más ha destacado ha sido su voluntad férrea e inflexible. Un deportista en el que resalta su fuerte presencia de ánimo y ganas de trabajar cada día en la pista, sea cual sea la superficie. Nadal ha sido algo más que ingenio y habilidad. Me refiero al esfuerzo. No hay espejo que refleje mejor la imagen del hombre que su trabajo. Sócrates, que fue hombre discreto, explicaba a su amigo Cristóbulo que el medio más corto y seguro de ser tenido como un hombre de bien consiste en trabajar para serlo. Esto es tan diáfano como elemental y alguien debió enseñar a Nadal que en el mundo del deporte, al igual que en otros, el débil se queda en el camino. Lo mismo que en casi todas las actividades humanas, en el tenis la voluntad y el sacrificio son las herramientas del éxito. Incluso me atrevo a decir que tan importantes como la técnica. La constancia o la perseverancia, llámese como se quiera, es la más fiel aliada de las cualidades del tenista. Pero hay más.

Del tenis, deporte por el que empecé a sentir pasión aquel 1 de julio de 1966, fecha que Manuel Santana ganó Wimbledon, siempre me atrajo la deportividad, o, lo que es igual, el espíritu y ánimo deportivos. Cuando en la pista de tenis, Nadal se ha batido el cobre de la forma que lo ha hecho a lo largo de tantos trienios, uno piensa que el viejo mens sana in corpore sano sigue vigente y que quienes amamos las reglas del juego –de todos los juegos– nos sentimos orgullosos de él. El barón Pierre de Coubertin, aquel que dijo que lo importante no es vencer, sino luchar, se habría entusiasmado con Rafael Nadal, al comprobar como ha hecho realidad el principio de que el deporte, además de fortalecer los músculos, también tonifica el alma y agudiza la inteligencia.

Un auténtico gentilhombre

Entre las lecciones impartidas, de Nadal hemos aprendido que el tenis es una actividad de caballeros. Mientras en general las buenas formas del deporte, como en otros campos de la vida, se van perdiendo y con alguna frecuencia, siempre demasiada, el día a día nos ofrece el lamentable espectáculo del deportista soez, en Nadal los términos deportividad y cortesía han sido sinónimos. Si uno repasa su hoja de servicios, el mejor elogio que cabe hacer de nuestro deportista español, aunque suene a tópico –al fin y al cabo, tópico entrañable–, es que siempre ha sabido ganar y perder sin dejar de sonreír. Pío Baroja, que tenía poco de deportista, habla del deporte en Las horas solitarias y nos enseña que es un ejercicio del músculo y de la voluntad y que cualquier otro entendimiento que de él se tenga, es antideportivo. Nadal es un auténtico gentilhombre y sabe que en el deporte el único que pierde es el que vuelve la espalda a lo que el deporte es y representa, o sea, ningún adversario por encima ni por debajo.

Ya se sabe que la victoria casi siempre es embriagadora, a veces, envenenadora y, en dirección opuesta a la suya, no faltan supuestos en que el triunfo ha acabado trastornando al triunfador y lo ha adormecido para siempre

Aunque hace mucho tiempo que sabe que es famoso, Nadal, en contra de la estúpida creencia de quienes se despiertan una mañana y se sienten célebres, más sensatamente cavila que la fama suele perderse más pronto de lo que se adquiere. Por eso su popularidad no ha sido flor de un día ni tampoco de tan débil consistencia como el humo de pajas. La humildad es una ayuda, mientras que la vanidad es una rémora y tengo para mí que a la cabeza del sensato Nadal jamás se subió el éxito. Ya se sabe que la victoria casi siempre es embriagadora, a veces, envenenadora y, en dirección opuesta a la suya, no faltan supuestos en que el triunfo ha acabado trastornando al triunfador y lo ha adormecido para siempre.

Mi enhorabuena más cordial a Rafael Nadal, un gran español, imagen de fuerza de voluntad, entereza e hidalguía. También a su familia. En especial a quien, quizá su madre, siendo niño, pudo contarle esa fábula del poeta Rabindranath Tagore, donde avisa que, si engarzamos de oro las alas de un pájaro, jamás volverá a volar.

En fin. Estoy seguro de que Nadal seguirá siendo el de siempre, el gran deportista y caballero español que llevará su éxito como Miguel de Cervantes pensaba que había que llevarse: en la llaneza y en la humildad, dos recovecos donde suelen esconderse las emociones más intensas. Se me ocurre que esa reflexión puede ser para nuestro campeón una idea muy reconfortante.

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