Navalni. Alexéi Anatólievich Navalni. Anoten su nombre, memorícenlo, no lo olviden. Navalni. Abogado y político. Medio mundo le conocía como “el líder de la oposición a Putin”, porque nadie más, en lo que va de siglo, se ha opuesto al tenebroso dictador ruso (sí, tenebroso y dictador: llamemos a las cosas por su nombre) con la contundencia y la eficacia de Navalni.
Fue asesinado en la prisión IK-3, conocida como “Lobo polar”, situada en Yamalia (en el corazón de Siberia), el pasado 16 de febrero. Las autoridades rusas aseguraron que se sintió mal después de dar un paseo, que perdió el conocimiento y que no hubo forma de reanimarlo. Naturalmente, eso es mentira. Lo mataron, sin la más mínima duda. ¿Y por orden de quién? Es evidente: de Vladímir Putin.
¿Y cómo sabemos con tanta certeza que fue asesinado? Eso es fácil: porque es lo mismo que les ha pasado a decenas y decenas de opositores al tirano en numerosos países, incluido el nuestro. ¿Y por qué aseguramos que el responsable es Putin? También es fácil: porque no puede ser nadie más. La cantidad de crímenes cometidos contra los opositores a este hombre genera un clarísimo patrón de conducta. Un ejemplo para verlo más claro: ¿recuerdan ustedes a José Bretón, el tipo que asesinó y quemó a sus propios hijos para vengarse de su exesposa, madre de los chicos? Nunca llegó a demostrarse fehacientemente que el crimen lo hubiese cometido él. Pero el tribunal lo condenó a prisión, de la que no saldrá en toda su vida, con un argumento muy parecido: nadie más que él pudo haberlo hecho.
No olviden su nombre. Navalni, Alexéi Navalni. Cada vez que en alguna parte del mundo aparece el cadáver tiroteado o envenenado de un opositor a Putin, el mundo señala al capo mafioso ruso como responsable directo. Putin, con su gesto imperturbable, sus ojos de hielo y muchas veces con una leve sonrisa, responde siempre dos cosas. Primera, que eso hay que demostrarlo y es imposible. Y segunda: si hubiésemos querido matarlo (a quien sea), hay formas mucho más rápidas y eficaces de hacerlo.
Y contó con pelos y señales cómo habían entrado en su habitación y habían untado con veneno… los calzoncillos de Navalni. Explicó que lo que había salido mal era la duración del vuelo: si hubiesen tardado un poco más, Navalni estaría muerto
Los servicios secretos rusos, el FSB (sucesor del KGB) del que Putin llegó a ser director, intentaron asesinar a Navalni varias veces. La más sonada fue la de hace casi cuatro años, en agosto de 2020. Navalni iba en un avión que se dirigía a Moscú desde Tomsk (Siberia) y se sintió mal. Le hospitalizaron y, casi de milagro, se consiguió que lo trasladasen, moribundo, a Alemania. Allí se identificó sin duda el veneno: una sustancia del tipo Novichok, desarrollada por la URSS. Cuando se recuperó, Navalni pudo enterarse de quiénes habían sido exactamente los agentes rusos que le pusieron el veneno. Y sobre todo supo cómo lo habían hecho.
Esto que sigue parece sacado de una película de Mariano Ozores o de un show televisivo de Pedro Ruiz. El mismo Navalni llamó por teléfono a uno de aquellos sicarios y se hizo pasar por un ayudante del señor ministro. El tipo, increíblemente, se lo creyó. Y contó con pelos y señales cómo habían entrado en su habitación y habían untado con veneno… los calzoncillos de Navalni. Explicó que lo que había salido mal era la duración del vuelo: si hubiesen tardado un poco más, Navalni estaría muerto.
El temerario abogado consideraba que no podía liderar a los opositores a Putin desde Alemania. Que tenía que volver a Rusia para compartir las penurias de sus conciudadanos. Y cometió el error (que en aquel momento, enero de 2021, no lo parecía tanto) de regresar a su país, donde fue inmediatamente detenido. Navalni confiaba en la enorme atención que su caso y su persona despertaban en Occidente… y en la preocupación que Putin había mostrado siempre por su propio prestigio internacional, por el buen nombre de su régimen: no se atrevería a matarlo, el escándalo sería demasiado grande.
Pero Navalni no podía prever –casi nadie lo vio venir hasta el último momento– que Putin invadiría Ucrania hace ahora mismo dos años, el 24 de febrero de 2022. El tirano se convirtió definitivamente en un apestado internacional que solo podía viajar a los pocos países amigos que le quedaban. Su buen nombre en Occidente dejó de preocuparle porque estaba manchado de sangre de arriba abajo. Ya no tenía prestigio que defender. Y esa fue la sentencia de muerte de Alexei Navalni. Era cuestión de tiempo. Ya ha sucedido.
Putin decidió suprimir a sus rivales, fuesen del tamaño y la importancia que fuesen en la conciencia de que Michael Corleone tenía toda la razón cuando dijo: “Si algo nos ha enseñado la experiencia es que se puede matar a cualquiera”
Ni siquiera ha sido el último crimen cometido por este Corleone ruso. Hace muy pocos días, en Villajoyosa (Alicante, España), alguien le ha metido seis balazos en el cuerpo a un chaval de 28 años, Maxim Kuzminov, piloto de helicóptero ruso que desertó porque no estaba de acuerdo con la agresión a Ucrania. Las autoridades rusas ya le habían calificado de traidor y de “cadáver moral”, amenaza mucho más clara que las advertencias sicilianas que salen en las películas de Coppola. Kuzminov. Tampoco olviden ese nombre.
Hace años, el propio Putin decía en una entrevista que él distinguía entre enemigos y traidores. A los enemigos políticos había que respetarlos, sonreía. Pero los traidores, dijo, “morían como perros”. Lo que sucedió fue que, con el paso del tiempo y la conciencia de la propia impunidad, la delgada línea que separaba a los enemigos de los traidores desapareció. Putin decidió suprimir a sus rivales, fuesen del tamaño y la importancia que fuesen, viviesen donde viviesen, en la conciencia de que Michael Corleone tenía toda la razón cuando dijo aquella tremenda frase en El Padrino II: “Si algo nos ha enseñado la experiencia es que se puede matar a cualquiera”.
Kuzminov, un crío idealista, ha sido solamente el último del que hayamos oído hablar. Navalni ha sido el más sonado de lo que va de año. Pero ahí está el cadáver del magnate Borís Berezovski, antiguo aliado de Putin, que “apareció ahorcado” en Londres. O el de Alexandr Litvinenko, agente del FSB a quien habían encargado precisamente asesinar a Berezovski… y se negó, aduciendo que él no era un gánster ni quería serlo: le pusieron polonio en el té, también en Londres. O la periodista Anna Politkóvskaya, amiga de Litvinenko y muy crítica con Putin, que fue acribillada a balazos en el ascensor de su casa poco antes de la muerte del anterior.
Borís Nemtsov, viceprimer ministro en los tiempos de Yeltsin y destacada figura de la oposición liberal: tiroteado mientras paseaba al perro. Natalia Estemírova, defensora de los derechos humanos: desaparecida. Andréi Kozlov, subgobernador del Banco Central: asesinado a tiros. Paul Klébnikov, editor de la versión rusa de la revista Forbes: tiroteado desde un coche, al estilo Chicago. Yuri Shchekochijin, diputado y periodista del periódico opositor Nóvaya Gazeta: envenenado con talio. Anoten sus nombres, no los olviden. Serguéi Protosénya, antiguo ejecutivo de la petrolera Novatek: colgado en el jardín de su casa de Lloret de Mar, en Gerona, mientras su mujer y su hija aparecieron cosidas a hachazos y puñaladas. Aleksandr Subbotin, miembro del consejo de la empresa LUKoil, que apareció en un lóbrego sótano de Moscú muerto por “paro cardiaco debido al consumo de drogas”, cuando aquel hombre tenía el corazón perfectamente y no se drogaba en absoluto…
Claro que es más fácil matarlos de un tiro rápido y oscuro. Pero eso anula el efecto amedrentador, disminuye el miedo. Y todo tirano, y todo mafioso, basa su poder precisamente en eso: el miedo
Estos son solo algunos de los más conocidos. Las víctimas de medio pelo, casi anónimas, son muchas decenas, seguramente cientos; nadie lo sabe. ¿Cuál es el objetivo? ¿Por qué los manda matar? ¿Por venganza? Sin la menor duda, pero los crímenes sonados y cinematográficos, como el ahorcamiento de Berezovski, el polonio de Litvinenko o la muerte anunciada de Navalni tienen, ante todo, otra finalidad: el escarmiento. La amenaza. La propagación del terror. Convencer a los opositores de que nadie está a salvo, se escondan donde se escondan. Claro que es más fácil matarlos de un tiro rápido y oscuro. Pero eso anula el efecto amedrentador, disminuye el miedo. Y todo tirano, y todo mafioso, basa su poder precisamente en eso: el miedo.
Putin caerá un día u otro y no pasará a la historia como el hombre que devolvió a Rusia su grandeza, sino como lo que es: un criminal. No sé si quedará alguien en España –alguien medianamente decente, quiero decir– que se atreva a defender aún a este asesino en serie. Supongo que no. Pero nosotros podemos hacer poco. Lo mejor quizá sea lo que decía al principio: no olvidar los nombres de los muertos, tenerlos presentes, repetirlos. Como le decía el destrozado personaje de Peachy Carnahan a Rudyard Kipling en la maravillosa película El hombre que pudo reinar, de John Huston: “Diga mi nombre, hermano Kipling. Así no se escapará mi alma”.
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