Infravaloramos la importancia de morir bien, lo cual implica hacerlo de forma anónima, tranquila y relativamente rápida. No es sencillo marcharse de este mundo con cierta virtud porque escapa a nuestro control. La vida es supervivencia y ambición. Si se controla la segunda, el resto es más o menos previsible. No ocurre así con la muerte. Siempre recuerdo en estos casos un accidente que hubo en la calle de Bravo Murillo en el verano de 2020. Un taxista se desvaneció, invadió la acera y partió en dos partes el cuerpo de una señora, que seguramente falleció antes de darse cuenta de la trayectoria fatal del automóvil. Marchó hacia el otro barrio sin enterarse, quizás con un último pensamiento tan estúpido como el de agarrar un cacahuete del platillo de la tapa. Sus dos trozos quedaron ahí tendidos, entre los adoquines de la acera. La escena acabó en las redes sociales gracias a uno de esos individuos con muchos menos escrúpulos que ganas de likes.
No hay nada más desasosegante que una muerte con repercusión mediática, bien por pertenecer a una colectividad perseguida, por ser víctima de un suceso televisivo o por ser filmado en el momento culminante. Por ejemplo, antes de electrocutarse con un cable pelado en el metro o de sufrir un infarto en la grada de un campo de fútbol. Hubo un joven español que, en 2013, cayó desde la cima de un fiordo de 604 metros, en Noruega, lo que generó un debate acerca de si se lanzó al vacío o si tuvo un accidente. Se me ocurren muy pocas torturas peores para los familiares. Porque, en estos casos, siempre hay un policía, un forense, un psiquiatra, un periodista o un espontáneo que está dispuesto a especular sobre lo que ocurrió. Aunque no tenga ni la más remota idea al respecto.
Por eso los expertos son una gran lacra a erradicar. Se alimentan de nuestra sangre, de nuestras tragedias cotidianas y de los restos mortales de las víctimas. Se sientan en el sillón del programa de Susanna Griso y exponen todo tipo de teorías que no suelen estar más informadas que las de los terraplanistas. Son los que aseguraron que Diana Quer podía haberse fugado con un novio cuando fue asesinada a las pocas horas de la desaparición. O los que fabulaban con los posibles destinos que podía haber tomado Blanca Fernández Ochoa tras su desaparición.
Canibalismo y otras opciones
En estos días pasados, han vuelto a la carga con lo que le ha ocurrido al submarino Titán y, una vez más, se han cubierto de gloria. Hubo un capitán de la Guardia Costera de Estados Unidos que afirmó el miércoles que los equipos de rescate seguían la pista de unos ruidos -”no concluyentes”- que habían escuchado en la zona y rápidamente los expertos comenzaron a exponer sus teorías sobre cómo podrían comunicarse con el exterior los viajeros atrapados en el batiscafo.
Otros especialistas advirtieron de que los cinco tripulantes dispondrían de hasta 96 horas de oxígeno antes de morir asfixiados, dadas las dimensiones del vehículo, lo que dio pie a otro experto mundial a teorizar acerca del aporte extraordinario de aire con el que contaría uno de los viajeros si decidiera asesinar a los otros cuatro, con los que, por cierto, podría llegar a alimentarse en caso de necesidad.
¿Y si los cinco hubieran seguido vivos? Pues usted tuvo la opción de consultar en un par de medios españoles un reloj con una cuenta atrás que terminaba el jueves a las 13.08 horas, que es cuando estaba previsto que se terminara el oxígeno en el submarino.
Un periódico español publicaba un artículo este jueves en el que exponía los costes de un rescate de estas características -a ojo de buen cubero-, mientras que otro, en un ejercicio de estupidez con pocos precedentes, planteaba una encuesta a sus lectores: “¿Hasta cuándo conviene seguir buscando el submarino Titán?”. El lector podía elegir entre cuatro opciones, como si dispusieran de la oportunidad de decidir sobre la vida de esas cinco personas. Las cuales, por cierto, ya estaban muertas por una “implosión catastrófica”, que hasta hace unas horas podía llegar a asociarse a la mayor consecuencia de un cabreo, pero que ahora ya sabemos que tiene que ver con lo que ocurre en un barco cuando está sometido a una gran presión.
Así lo han recogido decenas de medios a partir del testimonio de los expertos que, hasta unas horas antes, explicaban las condiciones del rescate.
Los especialistas en todo y en nada
Debieron ser apartados de los medios de comunicación todos los 'todólogos' después de demostrar durante la pandemia de covid-19 que su principal labor no es la de informar, sino la de trasladar los argumentos que leen en la prensa internacional, sean o no ciertos. Por supuesto, cuanto más rimbombantes o morbosos, mejor. De lo contrario, la audiencia se esfuma y el sueldo mengua. Recuerdo que Antonio García Ferreras conectaba a diario con un periodista científico que cada día hablaba en un tono catastrófico del virus. Su registro cambió, de golpe, en los primeros días del verano de 2020, cuando expuso una teoría -seguramente, basada en algún paper impresentable- que aseguraba que este coronavirus perdería efectividad con la llegada del calor. Después de esa intervención, conectaron con un virólogo del CSIC y lo primero que dijo fue algo así: “No sé quién es este señor y cuál es su fuente, pero no tiene ni idea de lo que dice”. Mientras, los españoles se desinfectaban los zapatos y evitaban las barandillas porque les habían convencido de que el virus era inmortal en esas superficies.
El tal César Carballo se hizo popular en esta época y, cuando atenuó la pandemia, comenzaron a llamarle para hablar de todo; incluso de las consecuencias de la explosión del volcán de La Palma. Desconozco si estos días ha intervenido en algún medio de comunicación, pero no me extrañaría que hubiera deslizado alguna idea a los equipos de rescate para extremar las precauciones con los primeros auxilios para los tripulantes del Titán. Tampoco sería raro que el doctor José Cabrera -que ya ha cruzado la fina línea entre el experto en todo y el cuñadólogo- expusiera todo tipo de detalles macabros sobre las "implosiones catastróficas" en la mesa del programa de Iker Jiménez.
Mientras el mundo se conmueve por otro naufragio trágico y los expertos llenan sus huchas, no puedo evitar pensar en esas cinco personas y en las neuras que les asaltarían en los días previos a embarcar. Porque era evidente que esa singladura no era como las de los barcos que salen del puerto de El Grove, navegan durante 45 minutos alrededor del puerto y regresan cuando se aseguran que los turistas tienen el estómago lleno de mejillones al vapor. La singladura del Oceansgate era arriesgada.
Desde luego, hay que ser un poco temerario para pagar por una aventura de este tipo, tanto por el riesgo de terminar en la panza de un pez como por el que tu muerte se convierta en carnaza para los especialistas mediáticos, que, por lo general, sean politólogos, urgenciólogos o aparejadores, tendrían más opciones de acertar una quiniela que de dar en el clavo sobre el tema del que -supuestamente- son sabios y doctos. Parece imposible evitar que un taxista narcotizado te atropelle en plena calle por una mala jugada del destino. Pero, si usted tiene la oportunidad, no se embarque en viajes tan arriesgados. Si todos colaboramos, mandaremos al paro a todos estos expertos.
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