El pasado 25 de junio se aprobó en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley en la que se insta al Gobierno "a combatir los discursos negacionistas de la violencia de género". Ha llamado la atención el amplísimo respaldo de la moción, que obtuvo 291 votos a favor, 54 en contra, sin ninguna abstención. En otras palabras, la iniciativa del grupo parlamentario socialista contó con el apoyo de los populares y de Ciudadanos, sin más oposición que la de Vox y un par de diputados más. Con todo, los propios términos de la moción bien merecen una reflexión.
Es propio del procedimiento parlamentario que la votación vaya precedida por la deliberación, o que ésta concluya con una votación. Deliberar, como sabemos por los clásicos, significa debatir sobre una cuestión presentando razones pro et contra. En este caso hubo poca oposición. Quizá por eso la discusión sobre la proposición no de ley, que tuvo lugar un par de días antes en el Congreso, no fue precisamente memorable.
Hubo un detalle que ha pasado desapercibido en el trámite parlamentario, o al menos no he visto recogido en prensa. Tanto el Grupo Popular como Ciudadanos presentaron sendas enmiendas a la proposición no de ley. La enmienda de los populares modificaba la redacción de la proposición reconociendo la existencia de un grave problema de violencia que sufren muchas mujeres e instando al gobierno a combatir esa violencia, no los discursos acerca de ella; para ello proponía una serie de medidas concretas con plazos precisos que tendría que adoptar el gobierno para desarrollar el Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Del mismo estilo era la enmienda de los naranjas, que pedía igualmente al gobierno la adopción de un plan o estrategia nacional para la erradicación de la violencia contra las mujeres, susceptible de evaluación y revisión periódica. En ninguna de ellas se hacía mención al ‘negacionismo’ y en su lugar, por ejemplo, los populares hablaban de ‘rechazar rotundamente que se niegue la existencia’ del problema.
Es naturalmente una maniobra política para denunciar los planteamientos de Vox y tiznar de paso por asociación a los otros partidos de centro derecha
Que ambas fueran rechazadas, sin más discusión sobre las medidas específicas planteadas, es un indicio claro de por dónde iba la proposición socialista. No se trataba de abordar los problemas de maltrato o violencia que padecen las mujeres, ni discutir planes de acción para ponerles remedio, sino de introducir expresamente la etiqueta "negacionista" en una declaración parlamentaria para descalificar a quienes critican la actual legislación sobre violencia de género, equiparándolos a quienes niegan la existencia del Holocausto o del cambio climático. De "terraplanismo" llegaron a hablar algunos de los diputados intervinientes. Es naturalmente una maniobra política para denunciar los planteamientos de Vox y tiznar de paso por asociación a los otros partidos de centro derecha. Pero la cosa se vuelve más seria si lo que se persigue es que el Ejecutivo tome medidas para combatir cierta clase de discursos y la acusación de "negacionismo" sirve de coartada para limitar la libertad de pensamiento y expresión. Antecedentes hay.
Ciertamente la expresión "negacionismo" ha hecho fortuna y su uso se ha ido extendiendo en los últimos años. De sus dos variedades principales, primero se aplicó a quienes niegan o banalizan acontecimientos históricos tan graves como el Holocausto o el genocidio armenio ocurrido durante la Primera Guerra Mundial, por citar dos ejemplos destacados. De hecho, el diccionario de la RAE se ciñe aún a esta versión histórica. Pero muy pronto el término se empleó para designar a quienes rechazan ciertos hechos o tesis científicamente aceptados, a pesar de la evidencia y del consenso de los investigadores. Seguramente se utilizó primero en este sentido para referirse a quienes rechazaban que el HIV fuera la causa del SIDA y por extensión ahora encontramos negacionistas de diverso pelaje, a propósito del calentamiento global y su origen antropogénico, de los efectos cancerígenos del tabaco, del movimiento antivacunas, de la evolución y el creacionismo; por no faltar, no faltan quienes defienden que la Tierra es plana o, más recientemente, los que ponen en cuestión los hechos básicos acerca de la pandemia de la covid-19.
Estrategias fraudulentas
No es fácil dar un contenido más preciso a una noción formada de este modo. Los intentos más notorios han propuesto caracterizar al negacionista a través de las herramientas retóricas que emplea; por ejemplo, los hermanos Hoofnagle, que tienen un conocido blog sobre el asunto, sostienen que los negacionistas recurren al siguiente elenco de estrategias fraudulentas: teorías conspirativas, falsos expertos, el uso selectivo por arbitrario de pruebas o papers aislados, expectativas infundadas o imposibles acerca de la investigación científica y, por último, tergiversaciones y falacias. Es un perfil reconocible, pero obviamente laxo. Más de uno frecuenta el elenco sin pasar por negacionista.
De lo que no cabe duda es del efecto retórico demoledor que comporta como etiqueta. Sería interesante averiguar si el término guarda relación en su origen con el mecanismo freudiano de la negación por el que un individuo rechaza admitir una verdad dolorosa o incómoda. En todo caso, de quien se niega a aceptar la evidencia o rechaza hechos bien acreditados sólo podemos pensar que es irracional, obra de mala fe, está cegado por los prejuicios o se engaña a sí mismo. Siendo impermeable a las razones y a la evidencia, no se le puede tratar como un interlocutor serio. A quien se tacha de ‘negacionista’ se le coloca directamente en la franja lunática, como poco.
Por eso mismo, su creciente popularidad hace temer que se eche mano del término con excesiva facilidad para descalificar al adversario o condenar sus opiniones. Si se aplica la etiqueta, quien discrepa pasa de estar equivocado a ser la clase moralmente equivocada de persona, aquella con la que no se puede hablar y de la que se presumen los peores motivos. No hay forma más efectiva de desactivar la discusión: desacreditado el oponente, no hace falta atender a sus razones y mucho menos rebatirlas. O de crear un clima de intimidación intelectual y de autocensura, por miedo a ser moralmente descalificado con el rótulo. Por ello engarza tan bien con la retórica estigmatizante que vemos extenderse por la conversación pública y que redunda en su empobrecimiento.
Con ser malo, la cosa podría peor si la condena moral da paso al reproche penal. Ya vimos hace unos meses que portavoces del partido en el gobierno coquetearon con la idea de convertir en delito la apología del franquismo. Ahora no sabemos si "combatir los discursos negacionistas" implica modificar el Código Penal para convertirlos en delito, pero hay razones para inquietarse si uno repasa las actas del debate en el Congreso. Como sabemos, una poderosa razón para limitar la libertad de expresión es evitar que se dañe a otras personas; como reza el conocido ejemplo, uno no puede ponerse a gritar "¡fuego!" en un teatro lleno. La diputada socialista que defendió la moción vino a sostener que cualquier discurso que niegue "la violencia estructural" contra las mujeres representa un riesgo para la vida de las mujeres. Y otros parlamentarios siguieron la misma senda, como la portavoz de Unidas Podemos, quien espetó a los escaños de Vox: "A ver si van a ser ustedes mismos la violencia".
Por si acaso, convendrá recordar lo que ha explicado el Tribunal Constitucional en más de una ocasión: que al amparo de la libertad de opinión cabe cualquier creencia por equivocada, peligrosa o desagradable que resulte y que los poderes públicos no pueden recurrir al Código Penal para controlar o impedir la libre circulación pública de ideas o doctrinas, por lunáticas que resulten. Así lo expuso en una sentencia referida a los negacionistas por antonomasia, quienes cuestionan el Holocausto. Se ha dicho estos días que la verdad no puede depender de un voto parlamentario y que para buscarla hace falta la libre confrontación de ideas, sin excluir las que se tienen por erróneas y perniciosas, pues cómo sabríamos que lo son sin someterlas a escrutinio. Afortunadamente en una democracia constitucional como la nuestra tampoco la libertad de opinión y de expresión, esenciales para garantizar el pluralismo político y la libre discusión, dependen de una mayoría coyuntural en el Congreso.
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