El pasado 17 de marzo fallecía el presidente de Tanzania, John Magufuli, un personaje muy polémico por su singular modo de afrontar la covid-19. En mayo de 2020 ordenaba suspender las pruebas de detección del virus SARS-COV-2, un paso que implicaba la desaparición oficial de la covid-19 en Tanzania: en adelante, los casos registrados serían siempre cero. Y, no existiendo epidemia, cualquier medida era innecesaria.
Se ha acusado a Magufuli de negacionista, un término hoy viciado, convertido en mero insulto o descalificación. Así, se tacha impropiamente de negacionista a quien mantiene posturas o criterios distintos a los oficiales, como poner en tela de juicio la idoneidad de los confinamientos o la eficacia de las mascarillas en espacios abiertos. Sin embargo, este término sí puede aplicarse apropiadamente al presidente tanzano pues la negación consiste en cerrar los ojos ante una parte de la realidad, pretendiendo que no existe. Naturalmente, la desaparición estadística de la enfermedad no implica su erradicación, buen ejemplo de que la verdad oficial y la realidad suelen seguir caminos muy dispares.
Ahora bien, no es probable que Magufuli actuara movido por superstición, mucho menos por ignorancia científica pues era doctor en Química. Se trataba, más bien, de una posición política enfocada exclusivamente en una vertiente del problema: los enormes perjuicios que la suspensión de la actividad económica causaría en una población que mayoritariamente se gana la vida en actividades informales, callejeras. La prohibición de salir a la calle implicaba unos costes sociales enormes, seguramente hambre generalizada, incluso mortalidad por inanición.
El enfoque era negacionista porque olvidaba la otra cara del problema: la propia enfermedad. Es cierto que, en comparación con otros países, la covid-19 ocasionaría menos muertes en una población muy joven como la tanzana. Aun así, Magufuli podía haber buscado un mejor equilibrio entre los dos males, una postura que, sin impedir a la gente ganar el sustento, contribuyera a mitigar la incidencia de la epidemia: informar correctamente a la población, recomendar medidas de higiene voluntarias y proteger a los vulnerables.
Occidente miró hacia el otro lado
Pero Tanzania no era el único país que enfocaba la pandemia desde una sola vertiente: casi todos los gobiernos occidentales practicaron el negacionismo con la misma intensidad… pero a la inversa. Si un negacionismo consiste en considerar solamente el daño causado por los encierros, olvidando la propia enfermedad, otro mucho más común es justo el contrario: incidir en el peligro de los contagios pero despreciar, pretendiendo que no existen, los enormes perjuicios sanitarios, mentales, sociales, económicos y políticos que los confinamientos y las medidas restrictivas causan a la sociedad.
Con pocas excepciones, Occidente miró hacia otro lado ante el notable aumento de la mortalidad por cáncer e infartos, ante el avance imparable de las enfermedades mentales, del número de suicidios, ante el colosal incremento del abuso de alcohol y drogas, ante la generalización de la pobreza, el desempleo y la quiebra de pequeñas empresas. Tampoco reparó en el profundo deterioro de la democracia causado por las prolongadas vulneraciones, teóricamente “excepcionales”, de los derechos y libertades.
Desde hacía un par de décadas, muchos países poseían planes estratégicos para actuar en caso de pandemia, unos documentos generalmente bien elaborados y bastante sensatos
Se ha escrito que la pandemia pilló a los Estados desprevenidos, algo que no es del todo cierto. Desde hacía un par de décadas, muchos países poseían planes estratégicos para actuar en caso de pandemia, unos documentos generalmente bien elaborados y bastante sensatos, con una estrategia integral que atendía a todos y cada uno de los aspectos del problema. Los informes hacían gran hincapié en que, para aplicar una medida no farmacéutica, antes debían sopesarse beneficios y perjuicios. Estos planes priorizaban las recomendaciones sobre las medidas coactivas y no contemplaban en modo alguno confinamientos, cierres perimetrales o suspensión de actividades económicas, ni siquiera para pandemias mucho más graves. Porque algunos remedios podían causar más daño que la enfermedad.
Marzo de 2020, ¿el mundo enloqueció?
Pero este enfoque racional y equilibrado desapareció súbitamente en marzo de 2020, en uno de los episodios más insólitos de la historia moderna. Occidente quedó paralizado, congelado, arrinconó al instante los planes elaborados y comenzó a improvisar. Ofuscado por el contador oficial de contagios, y siguiendo la estela de China, se dispuso a aplicar cualquier medida, por draconiana, opresiva y peligrosa que fuera, con tal de reducir la cifra. No reparó siquiera en que el número total de casos refleja mal la gravedad de la pandemia pues existe un abismo de peligrosidad entre el contagio de personas jóvenes con buena salud y el de personas de avanzada edad con dolencias previas.
De un plumazo se ocultó que las medidas adoptadas no solo eran poco eficaces para reducir los contagios; también causarían a la larga más muertes de las que evitaban. La estrategia no resistía una rigurosa comparación de beneficios frente a perjuicios pero Occidente había caído en una peligrosa ceguera, en un cortoplacismo extremo. La cifra de contagios era ya la única guía que impregnaba las decisiones políticas, la comunicación e, incluso, la propia estrategia de vacunación. Nadie recordó que los planes anteriores recomendaban adaptarse a la pandemia, minimizar sus daños, nunca acometer un estéril intento de suprimir el virus a cualquier precio. Presa del pánico por las alarmantes noticias, la mayoría de la población aceptó, incluso alentó, esta insólita línea de actuación de sus gobernantes.
El mundo actual se encuentra peor preparado para afrontar una pandemia que el de nuestros antepasados. No solo por el miedo, sino por la enorme debilidad de nuestras convicciones
Aunque no existe aún una explicación completa de lo ocurrido, todo apunta a que, a pesar de los avances científicos, el mundo actual se encuentra mucho peor preparado para afrontar una pandemia que el de nuestros antepasados. Y no solo por el miedo; sobre todo por la enorme debilidad de nuestras convicciones. Las últimas décadas han contemplado indiferentes cómo se difuminaba la racionalidad, el valor de la objetividad, cómo se convertían en verdaderos dogmas lo que no eran más que opiniones y criterios muy discutibles y cómo se calificaba como herejía a cualquier desviación de esa ortodoxia del pensamiento. Las sociedades actuales, vacías de principios y valores, han perdido la capacidad de gestionar el miedo y se muestran especialmente proclives a creer cualquier disparate… siempre que lo diga la televisión.
La covid-19 no ha hecho más que exacerbar las tendencias de los últimos tiempos hasta el extremo de que ahora se descalifica como herejes, incluso asesinos, a quienes abogan por un planteamiento más equilibrado de la pandemia, un enfoque que pondere ventajas e inconvenientes de cada medida. La enfermedad surgió en un entorno social y cultural propicio para una visión unidireccional, negacionista, apocalíptica, que asigna invariablemente la culpa a un segmento de los ciudadanos y busca la redención en la intervención de unos gobernantes empeñados crear una nueva sociedad. De ahí ese peligroso mensaje de que, tras la pandemia, se construirá “un mundo mejor".
Mucho más dependientes del Estado
Aunque no existía una estrategia consciente, muchos gobernantes y ciertos grupos de presión aprovecharon esta coyuntura de miedo, indefensión y credulidad para impulsar su agenda a una velocidad que hubiera resultado imposible sin el concurso de la pandemia. Percibieron rápidamente la facilidad de pescar en río revuelto, de avanzar hacia una “nueva sociedad” más dependiente del Estado, con mayor regulación de la vida privada, incluso del pensamiento. Y hacia una economía menos competitiva, con acrecentado predominio de las grandes empresas tecnológicas. En definitiva, hacia un mundo con menguante democracia, decreciente autonomía y libertad individual.
Ya comienza a oírse que las medidas de distancia social permanecerán durante años, incluso con la mayoría de la población vacunada y los colectivos vulnerables a salvo. Y todo con el pretexto de que el virus seguirá aun circulando. Desgraciadamente, no hay vacuna para esa obsesiva fijación en el número de contagios; mucho contra esta pandemia ideológica, política y social que nos atenaza.
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