Durante mucho tiempo, la queja recurrente sobre la Justicia en España fue que era el único colectivo con poder que no había hecho la transición. Al contrario que las Fuerzas Armadas, Guardia Civil o Policía, que a distinto ritmo y con algunas resistencias se fueron adaptando a la nueva realidad, la Justicia postfranquista se atrincheró en sus privilegios, hasta el punto de lograr que el Congreso de los Diputados surgido de la Constitución de 1978 aceptara en la ley 1/1980 ceder a jueces y magistrados el pleno control del primer Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Aquel Parlamento, bisoño, nutrido de juristas en buena parte educados en el respeto reverencial a sus “mayores”, no hizo lo que de él se esperaba, y dejó en manos de los alrededor de 1.600 jueces y magistrados, sin intervención ni apenas supervisión de los representantes de los españoles, las llaves de una reforma cuyo principal “hallazgo” consistió en convalidar democráticamente el control del tercer poder del Estado por parte de una exclusiva y añeja élite que, en una proporción no desdeñable, se resistía a adaptarse a los nuevos tiempos y a perder parte de sus regalías.
Cinco años después, 1985, los socialistas promovieron una reforma de la ley que rompe con esa dinámica y apuesta por la plena parlamentarización del órgano de gobierno de los jueces, limitando significativamente sus competencias. De un extremo al otro. Una de las insanas costumbres de este país. Hay que esperar a junio de 2001 para que, ya con el Partido Popular en el poder, se modifique nuevamente la fórmula y los vocales del Consejo pasen a ser elegidos por el sistema mixto actual, sin que posteriores promesas electorales de ese mismo partido, que habían comprometido el retorno al patrón electivo de 1980, llegaran nunca a buen puerto.
Durante cuarenta largos años la prioridad de los políticos y las élites judiciales nunca ha sido garantizar la independencia real de jueces y magistrados sino someterlos
La resistencia de la élite judicial a abrir las ventanas y tolerar intervenciones ajenas a la estirpe, y las constantes maniobras de la clase política dirigidas a incrementar su influencia en el Poder Judicial, han sido las constantes que mayor incidencia han tenido en la evolución de la justicia en nuestro país. Cuarenta años largos en los que la prioridad de unos y de otros, los políticos y las élites judiciales, nunca ha sido garantizar la independencia real de jueces y magistrados, sino someterlos. Evidentemente, esa persistencia en la ocupación de zonas de poder e influencia en el ámbito de la Justicia ha tenido un alto coste en términos de eficacia y credibilidad.
“En la Justicia de nivel superior se repitió el fenómeno, señalado más arriba, de dependencia y reforma en la Administración. La política clientelar se hizo presente en ella a través del uso de la influencia del Gobierno sobre el acceso a la judicatura, los traslados y ascensos, y las decisiones necesarias para favorecer a las parcialidades afectas en las sentencias”. El entrecomillado es del catedrático Javier Moreno Luzón, coautor de “Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España contemporánea” (Siglo XXI Editores). Se refiere a la España de la Restauración (1874-1923), pero con algún leve matiz estilístico podríamos incluir hoy el comentario en cualquier reflexión sobre el particular. Máxime cuando hay partidos que es precisamente eso lo que promueven: una mayor intervención de la política en la Judicatura.
Aunque solo fuera porque los 5.400 jueces que hoy hacen su trabajo en condiciones no siempre óptimas son en su mayoría hombres y mujeres de su tiempo que sí han hecho “su” transición, y que casi nada tienen que ver con aquellos magistrados que eran elegidos directamente por el Ejecutivo, sería injusto e inexacto afirmar que la Justicia española sigue siendo aquella de 1980. Pero también es de todo punto improcedente adjudicarle méritos a los que, por variadas razones, no se ha hecho acreedora.
El Parlamento, sometido al cesarismo
La Justicia española sigue siendo lenta, costosa, menos garantista de lo que parece; arrastra, entre otras, esa anomalía estructural, y contraria a los principios básicos que deben regir la práctica del derecho a la defensa, de que sea el juez que investiga el mismo que ha de velar por los derechos del investigado. Juez y parte. Nunca mejor dicho. La buena noticia, el punto de partida en el que se debería asentar una verdadera reconstrucción del crédito que ha de acompañar la acción del tercer poder del Estado, es que esa misma Justicia representa hoy para muchos ciudadanos el único baluarte fiable contra los desmanes de la política. O mejor dicho, de la antipolítica.
Siempre he creído en el sistema mixto de elección de los vocales del CGPJ. Principalmente porque el aval parlamentario dotaba de mayor legitimidad democrática al gobierno de los jueces. O esa era la teoría. La realidad del momento actual es bien distinta: un Parlamento sometido al cesarismo partidario, que asume sin sonrojarse su práctica neutralización durante seis meses, no es aval de nada. Y es en este contexto, el de un Congreso convertido en juguete partidario, en plató de la polarización dictada por el peor marketing político, en el que PSOE y PP negocian en secreto la renovación del Poder Judicial. Y en estas circunstancias, pues qué quieren que les diga, yo entrego la cuchara.
Nuestra Justicia es lenta y costosa, pero también es para muchos ciudadanos el único baluarte fiable contra los desmanes de la política. O mejor dicho, de la antipolítica
Es tal el grado de cesarismo de la política nacional, de degradación de la democracia interna en los partidos políticos, que estoy dispuesto a aceptar que igual es conveniente poner a resguardo el Consejo. Para ello, para que más allá de modificar o no el actual modelo de elección la negociación en curso no desemboque en una nueva burla a la ciudadanía, el acuerdo entre PSOE y PP, junto a la definitiva retirada del disparatado proyecto de ley presentado por socialistas y Unidas Podemos, debiera incluir: (1) la inmediata puesta en práctica de las recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) sobre el establecimiento de criterios objetivables de evaluación para el nombramiento de los altos cargos de la carrera judicial; (2) el establecimiento de mecanismos de renovación alternativa del CGPJ en el caso de que los partidos no se pongan de acuerdo; (3) la prohibición de reingreso en la carrera judicial, al menos durante dos años, de aquellos jueces, magistrados o fiscales que hayan participado activamente en política. Y con carácter retroactivo.
El virus lo tapa todo. Pero no debiera ser así. En la negociación, discreta y secreta, que debiera culminar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y otros órganos constitucionales, España se juega mucho. Mucho más que la credibilidad de instituciones centrales del Estado, que no es poco. Muchísimo más que la reputación -y quién sabe si algo más- del jefe de la Oposición, que también. En esta negociación España se juega su crédito como país fiable; jurídica y políticamente. Ya no valen chalaneos. O se apuesta en serio por la independencia real de las instituciones que conforman el núcleo del sistema de libertades o dispongámonos a soportar desconocidos niveles de autocracia.
La postdata
Tocqueville, en El antiguo Régimen y la Revolución francesa: “La principal diferencia entre los tiempos a los que me refiero [los del Antiguo Régimen] y la Francia moderna es que el Gobierno vendía por entonces los cargos oficiales, en tanto que ahora los da. Para obtener uno de ellos, un hombre ya no paga en dinero contante; le basta con venderse a sí mismo.
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