El río revuelto de la covid-19 ha abierto la veda a todo tipo de pescadores. Esta semana llegaba a mi correo una solicitud de adhesión al “Manifiesto sobre el Derecho Universal de acceso a Internet: contra las brechas digitales y cognitivas”. Venía firmado por sesudos intelectuales, desde moderados socialdemócratas a ilustres prohombres de nuestra más cultivada derecha. Pero ya da idea de sus prioridades dónde no han colocado mayúsculas.
Como en los mejores tiempos del Domund, el manifiesto recluta subsaharianos para inspirar compasión. Citando a ese portento de libertad, sabiduría y prosperidad personal que es (al menos para sus funcionarios) la Unicef, afirma que cerca del 60% de los niños y jóvenes africanos no tiene acceso a Internet. Para solucionarlo, define tal acceso como “Derecho” y, de paso, como sin querer, sin que se note mucho, propone desviar ingentes recursos virtuales y monetarios a varias agencias y fundaciones de nueva creación, las cuales —según los firmantes— sabrán bien cómo aprovecharlos.
La situación en África desvela la trampa que esconde semejante propuesta. Ha sido la libertad de empresa la que, por fin, ha proporcionado allí servicios accesibles y fiables, tanto de Internet como de telefonía. Hoy, las zonas más remotas de un país tan pobre como Benin disfrutan de mejor conexión de datos móviles que el centro de Barcelona. El motivo es que la tecnología móvil y su remuneración a precio libre en el mercado hicieron posible que entraran multitud de nuevas empresas. Por el contrario, durante décadas de regulación estatal, los viejos monopolios fueron incapaces de proporcionar telefonía ya no barata, sino mínimamente eficaz. Una regulación y unos monopolios sabiamente asesorados por las instituciones que hoy respaldan el manifiesto.
Sospecho que lo que en verdad interesa a sus promotores y acompañantes no es el acceso, sino precisamente el monopolio. Pretenden usar Internet para avanzar una agenda de derechos universales que, en el peor escenario, esconde la socialización de una parte esencial de la economía. Una senda ésta que sólo conduce a la pobreza y la dependencia neocolonial.
Como mínimo, en el escenario menos malo, aumentaría la captura de rentas, no sólo por parte de Google y Facebook, que por algo también apoyan el manifiesto, sino por las actuales hidras burocráticas (la ONU y sus satélites, en especial la UNESCO, la UNICEF y la OMS; así como el Banco Mundial) y las nuevas criaturas que, se nos dice, es necesario crear para resolver el supuesto problema.
Éstas vendrían así a renovar la vieja magia de la ayuda internacional al desarrollo. El truco es sencillo. Consiste en cobrar extras de tarifa a los pobres de los países ricos para engordar a los burócratas y que éstos repartan las sobras entre los ricos de los países pobres.
No se crean que estos fastuosos chiringuitos serían poca cosa, pues, según los autores del manifiesto, hacen falta: (1) “medidas regulatorias específicas que incorporen como prioridad atajar la brecha digital y cognitiva que genera la falta de acceso a Internet, y que gobiernos y organizaciones internacionales emprendan una decidida política de alfabetización mediática e informacional”; así como (2) “que las compañías proveedoras de servicios de telefonía móvil y datos del mundo, creen instrumentos específicos para proveer, de manera universal y gratuita, acceso a Internet a todos los que no pueden permitírselo”; y, lo más jugoso, (3) que los fabricantes de hardware y software constituyan un fondo (“administrado por una institución filantrópica internacional”, claro está) para entregarlos a cada persona del mundo que no tenga forma de acceder a ellos.
Quizá no sea casualidad que la versión del manifiesto que llegó a mis manos fuese europea. Como en los documentales de tiburones, la sangre del plan de “reconstrucción” post-covid ha despertado el instinto depredador de todos los buscadores de rentas del continente. Lógico que añadan al manifiesto un llamamiento para que “la Unión Europea sitúe el acceso a Internet como destino preferente de parte de los fondos de la AGENDA DIGITAL que se van a librar a los Estados miembros para que afronten la reconstrucción post covid-19 y que también lo incluya como factor preferente de desarrollo en la cooperación exterior prevista en los Tratados”.
Por fortuna, además de esta prosa soporífera, el manifiesto también contiene párrafos divertidos. Por ejemplo aquél donde pide “acciones decididas para… asegurar que todos los profesores del mundo, los grandes olvidados, a pesar de sus esfuerzos heroicos por conseguir enseñar al que no sabe, puedan tener acceso a una conexión razonable a Internet, a herramientas digitales y a la formación necesaria para sacar el máximo partido a ella”. No faltaría más. Supongo que excluye a aquellos no tan heroicos funcionarios docentes que se han negado a dar clases online, o a aquellos otros que no querían volver a clase tras terminar el confinamiento porque, según ellos, no se daban aún en las escuelas todas las condiciones de seguridad (como sí ocurre, obviamente, en las demás actividades económicas).
Pero, cuidado, no me malinterpreten. Yo también deseo que todos los jóvenes tengan acceso a Internet, sobre todo los dispuestos a usarla para educarse y producir, y no sólo para cotillear. (Por desgracia, créanme, éste del cotilleo es el uso preferente que les dan la mayoría de nuestros “nativos digitales”).
Es precisamente por este deseo por lo que me preocupa que se use la excusa del covid para promover políticas que, con la pretensión de universalizar el acceso, sólo atribuirían la asignación de recursos a viejos modelos burocráticos probadamente corruptos y corruptores, asegurando así que, al eliminar todo incentivo a la eficiencia, el acceso fuese universalmente malo.
Si de verdad les preocupase el acceso de los pobres a Internet, lo que nuestros biempensantes deberían promover es el acceso de nuevos operadores, eliminando las crecientes restricciones con las que los operadores ya instalados están limitando la competencia.
Para ello, por cierto, no necesitarían irse a África. En ese terreno, tenemos casi todos los deberes por hacer en España, donde toleramos prácticas como el “empaquetamiento” de servicios o las inversiones disuasorias que nos llevan a sufrir un notable déficit de competencia. Éste déficit es la causa primordial de que tengamos una de las tarifas de fibra y móvil más caras de Europa. Éste es también el verdadero motivo por el que mucha gente humilde aún no puede acceder a Internet.
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