Hay un subtipo del tonto (el neotonto) que se dedica a criticar la imaginación romántica del nostálgico, el último reducto del sentido común y la civilización. Si uno observa bien, no ve hoy civilización más que en las cosas antiguas. Julio Camba le explicaba a un alemán qué es la civilización: “Yo entiendo por civilización el arte de conversar, de hacer un menú, de entrar en un salón, de ofrecer unas flores o unos cigarros, de hacerse la corbata, de oír una ópera”. Los nostálgicos buscamos hoy referentes en lo tradicional y concedemos cierta aureola de autenticidad a aquellos conservadores que hacen reflexiones subjetivas sobre su tiempo.
En la vida y en la política apostamos por el método de la continuidad, la permanencia. Es una reacción romántica a la multiplicación de neotontos que están siempre proponiendo sustituir las viejas costumbres, destruyendo todo aquello que, por su propia tradición y longevidad, tiene un significado más profundo. Nuestro pequeño sacramento, el apretón de manos, ha sido sustituido durante cierto tiempo por el saludo codo-codo. Vivir en países fríos te hace valorar la calidez y la cercanía del apretón de manos del español, apreciar sus dos besos pegajosos. Una neofeminista decía en Twitter que dar dos besos era una cosa muy machista. En realidad es una costumbre que heredamos de los romanos. La mascarada de la posmodernidad es abrazar alegremente todo lo disruptivo sin pensar en el sentido u origen de las cosas y es así como un español acabará siendo tan estirado como un suizo, comerá en un túper todo aquello que pille en el contenedor biodegradable, dará la espalda a todo aquello que es pintoresco y castizo y acusará de machistas a los romanos.
Sólo con gran dificultad los modernos sociólogos pueden llegar a ver que cualquier antiguo método tiene una teoría y una costumbre en que apoyarse
Hay dos patrones generales en continua competencia. El principio que divide la tradición de lo posmoderno puede verse en todas partes. Sólo con gran dificultad los modernos sociólogos pueden llegar a ver que cualquier antiguo método tiene una teoría y una costumbre en que apoyarse. El conservador tiene un conocimiento intuitivo que hace que sus teorías sobrevivan al paso de los siglos, mientras que las teorías posmodernas, que surgieron antes de ayer, ya se están agotando. Casi todo lo que escriben es tan profundo como un manual de instrucciones, estéril de flor artística. Las profundidades de nuestra propia subjetividad, la intuición y la observación directa de las cosas se han sustituido por encuestas y papers robustos. Todo aquello que tiene un elemento de unidad y universalidad se ha intentado sustituir por los particularismos, por estrechas y fragmentadas visiones de lo común de las que se ocupan los expertos en almendras, que se diferencian de los expertos en aceitunas. Después te sobornan con aceitunas para que abraces la incertidumbre.
La gracia es que la izquierda hoy puede utilizar los símbolos que quiera, porque todos sabemos que no significan nada para ellos
Algunos conservadores acaban de ser caricaturizados como “neorrancios” en un libro que nos alerta de los peligros de la nostalgia, les han plantado un símbolo falangista naranja en la portada como un niño pega un moco en el cuaderno de catequesis. La gracia es que la izquierda hoy puede utilizar los símbolos que quiera, porque todos sabemos que no significan nada para ellos. El “romanticismo de la nostalgia” nos dicen, se ha convertido en una lacra, hay que acabar con la ciudadela de los nostálgicos. En política, han dado nueva fuerza a tendencias disgregadoras y autonomistas y mantienen tibieza e ignorancia hacia toda idea de patria e incluso de la cultura española y su legado internacional. Estos visionarios no han entendido que los países sin historia y sin patriotismo, sin raíces, no son libres, o son explotados por una minoría de su propio país o son subyugados por otros poderes extranjeros. A veces se encuentra uno con que los disgregadores invocan hechos y razones históricas, y esto les convierte en seres tan nostálgicos como los “neorrancios” que critican, sólo que en lugar de defender lo común, los neotontos se encierran cada vez más en la plaza de su pueblo. Recogen residuos ideológicos de sus antecesores, que alimentaron las tendencias disgregadoras y autonomistas que sucedieron al derrumbamiento del Imperio español. Pertenecen a la tradición liquidadora, siempre vencida —aunque quizás sólo de forma provisional.
Con este cuadro, la política española se ha convertido en un tribunal de divorcios, los nacionalismos periféricos y la izquierda mueven resortes políticos peligrosos, que han llegado al punto de concebir a la nación española como un continuo y permanente plebiscito. Como intuyó el gran Josep Pla: “Aquí vivimos en medio de una dialéctica cósmica total. Esto me ha hecho comprender la dialéctica de los hombres y la imposibilidad de que nadie se entienda nunca”.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación