La semana pasada nos dejó Nicolás Redondo Urbieta, a sus 95 años, habiendo mantenido perfecta lucidez durante toda su vida. Como dijo un amigo, de alguna manera fue el padre de todos nosotros. Afiliado al PSOE y a UGT desde 1945, en el terror de la dictadura franquista más siniestra, sufrió persecución, detenciones, prisión y destierro. Conocido como “Nico el de la Naval”, con los años se convirtió en un hombre fundamental para el PSOE. Hijo de Nicolás Redondo Blanco, dirigente socialista y uno de los primeros concejales del PSOE en Vizcaya, condenado a muerte al término de la Guerra Civil, pena que le fue conmutada por otra de treinta años de prisión.
Fue en 1974, en el Congreso de Suresnes, donde sugirió que el líder del PSOE debía ser Felipe González porque lo haría mejor y ganaría. Una lección la suya, de templanza y humildad, de conocer sus límites al tiempo que se dedicaba íntegramente a la actividad sindical desde la Unión General de Trabajadores.
Esa fue, desde el socialismo democrático y desde el mundo sindical, una vertiente clave para conseguir lo que se logró en España en la Transición y con la Constitución de 1978; un “Acta de paz” como lo define Alfonso Guerra. Es decir, salir definitivamente del patrón de repetición que se venía produciendo en España de forma maldita desde los tiempos de Fernando VII el indeseable, 150 años atrás, en forma sistemática de golpes, asonadas, dictaduras y guerras civiles.
Los países democráticos tuvieron la suerte de alumbrar una generación de grandes líderes que reconstruyeron, en paz y libertad, lo que había quedado de aquella Europa asolada por la guerra
Nicolás, hombre íntegro, decente y de una pieza, siempre fue un socialista auténtico. Siempre he pensado que al término de la Segunda Guerra Mundial, como si de un hechizo luminoso se tratara, con una Europa Occidental en cascotes y ruina después de la catástrofe provocada por el fascismo y el nazismo, y con la ocupación comunista en Europa Oriental, los países democráticos tuvieron la suerte de alumbrar una generación de grandes líderes que reconstruyeron, en paz y libertad, lo que había quedado de aquella Europa asolada por la guerra. Adenauer en Alemania, De Gasperi en Italia, De Gaulle –tras su travesía del desierto (1946–1958) en Francia, son magníficos ejemplos de esa grandeza que presidió la refundación y gestión de nuestra nueva Europa.
Fueron conservadores, sí, al tiempo que íntegramente democráticos. Tuvieron su contrapartida en la socialdemocracia, con otras personas firmes y provistas de similar grandeza. Baste recordar nombres como Willy Brandt en Alemania; Bruno Kreisky en Austria; Olof Palme en Suecia. Fue gracias a todos ellos que se pudo construir la Unión Europea que hoy conocemos, con la reconciliación franco-alemana y a la larga con las bases de la recuperación democrática de Europa Oriental que se produjo décadas después.
Y como si de un destino se tratara, cuando la democracia llegó al sur de Europa treinta años después, a mediados de los 70, se reprodujo esa buena fortuna de disponer de grandes dirigentes que sabían contemplar y modelar el mejor futuro. Lo vimos en Portugal a partir de abril de 1974, en que tras un inicial período de inestabilidad y tensiones, un líder socialista, Mario Soares, encauzó definitivamente la democracia en aquel país. O en Grecia, a la caída de la dictadura militar también en 1974.
En 1994 dejó la secretaría general de UGT, cesando en cualquier intervención en la vida pública española. Así, durante los casi 30 años siguientes
Y en España, donde gente empeñada en construir la democracia, con el liderazgo esencial de Adolfo Suárez, a partir de 1976 consiguió enterrar el régimen dictatorial franquista, hacer la Transición y dotarnos en 1978 de una Constitución donde todos cabemos.
A esa gloria de líderes perteneció Nicolás Redondo, desde la dirección de UGT. Y es cierto que convocó -junto con Comisiones Obreras- la huelga general del 14 de diciembre de 1988 frente a la política económica y laboral del Gobierno socialista de Felipe González. Como es cierto que juzgar su figura desde esa exclusiva perspectiva es un manifiesto error. En 1994 dejó la secretaría general de UGT, cesando en cualquier intervención en la vida pública española. Así, durante los casi 30 años siguientes.
La periodista Leyre Iglesias publicó la semana pasada un artículo: “Redondo y nuestra generación”. Sostiene que frente a la grandeza de Redondo, hombre clave en la instauración de la democracia en España, las generaciones posteriores a la suya estamos siendo maestros en la erosión de las instituciones y en el deterioro de nuestra democracia, afectada día a día por una polarización insoportable. Y por la presencia de los aliados anómalos y desviados del Gobierno, empeñados una y otra vez en tumbar la democracia que se construyó hace más de 40 años, y en romper el principio de unidad e igualdad de todos los españoles. Tiene razón Leyre Iglesias.
Y también compañeros suyos del PSOE, esos que entienden que los rencores no pueden ser eternos. Allí estaba Alfonso Guerra, dando testimonio con su afecto y presencia, de ese valor inmenso de despedida a Nicolás
Lo que también sé, porque lo vi, es que en la capilla ardiente de Nicolás Redondo, en la sede de UGT en Madrid, y luego en el cementerio civil, allí había un formidable sentimiento, de tristeza y de reconocimiento a su figura. No sólo de su familia, sus hijos Nicolás –tercer miembro de esa saga socialista– y su nieta Marina, e Idoya y su hijo; también de sus compañeros de UGT. Y también de compañeros suyos del PSOE, su partido de siempre. Esos que entienden que los rencores no pueden ser eternos. Allí estaba Alfonso Guerra, dando testimonio con su afecto y presencia, de ese valor inmenso de despedida a Nicolás. Como ilustraba el cartel colocado en aquella sede de UGT de Avenida de América, para todos era “Gracias Nicolás”.
Porque en definitiva, se trata de la memoria, esa sí, que jamás debemos perder. Porque se trata de la mejor memoria, que nos asienta en el futuro, procedente de una luminosa estirpe socialista que recorre el siglo XX y se adentra ya en el XXI.
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