Entre todo el ruido atronador de las protestas en Ferraz, entre todo el revuelo desatado por Sánchez con sus ansias de investidura… todavía queda un resquicio en mis oídos por el que se cuela el eco de aquel llanto infantil desgarrado y seco como el polvo del desierto. Una balada triste que vuelve a mí estos días, una y otra vez, en mitad del estruendo.
La escuché un jueves, al borde de la noche, hace ya unas semanas. Era festivo, lo recuerdo, el del 12 de octubre. Yo estaba acostada en mi habitación con la puerta cerrada, apurando la luz tenue de la lámpara de mi mesilla para poder leer unas cuantas líneas más del libro sobre fantasmas y un desamor que me ocupaba por aquel entonces. Fue en ese momento cuando mi sobrino de apenas cuatro años que dormía junto a mi madre en la estancia de al lado comenzó a llorar con tal desconsuelo que parecía que se había quedado sólo -de pronto- ante un mundo vacío.
Sus gritos revolvieron la casa, el silencio, la familia… todo, excepto la página en la que detuve mi lectura y que se mantuvo intacta mientras yo me incorporaba en la cama -sobresaltada- en busca de respuestas más allá de la pared. Pasaron varios minutos, lentos y largos, y el pequeño seguía y seguía llorando mientras su abuela trataba de calmarlo sin éxito. Sentí pena, impotencia al escuchar aquel sollozo crudo e interminable proveniente de un cuerpo tan chiquito. Qué pasaría por la cabeza diminuta de un ser cuya única certeza entonces era que su madre no estaba con él en ese momento. Ella se había tomado la noche libre con su marido para seguir con esa otra vida que se paró tras la maternidad. Era ése el motivo de su ausencia y ése también el motivo de la llantina del hijo. Sólo eso, nada más. Pero, cómo le explicas ése eso a un hijo que aún no está preparado para comprender. Y fue ahí cuando lo pensé: y cómo le explicas algo infinitamente peor, algo tan vasto como una guerra a alguien tan minúsculo como él. A tantos y a tantas como él.
Sólo unas imágenes escasas para dar cuenta de una atrocidad que, además de fallecidos, deja cientos de menores heridos sin hospitales en los que buscar cura, deambulando entre los restos de lo que un día fueron edificios
Por aquellos días, la batalla entre Israel y Hamás no había hecho más que empezar. Ahora ha pasado un mes de un conflicto que se está convirtiendo en toda una catástrofe infantil. Más de cuatro mil niños han muerto de forma violenta en Gaza. Según cálculos de Save the Children, fallece uno cada diez minutos. De todas esas víctimas, no conocemos ni nombre, ni historia, ni pasado, ni qué decir futuro; tan sólo vemos su cuerpo envuelto en una sábana blanca en brazos de un padre roto en el caso de que haya una cámara -algo cada vez más difícil- grabando ese instante dramático. No hay más. Sólo unas imágenes escasas para dar cuenta de una atrocidad que, además de fallecidos, deja cientos de menores heridos sin hospitales en los que buscar cura, deambulando entre los restos de lo que un día fueron edificios más o menos robustos en un lugar en el que, desde hace demasiado tiempo, nada se mantiene en pie. Menores ensangrentados o cubiertos del polvo blanco que levantan los escombros y las ruinas a las que reducen todo las bombas. “La Franja se está convirtiendo en un cementerio de niños -dice el secretario general de la ONU, Antonio Guterres- es más que una crisis humanitaria, una crisis de humanidad”. Una crisis que siempre se ceba con los más inocentes, con los que no tienen culpa, con los que no deciden en los despachos, con los que se limitan a tratar de seguir creciendo en un mundo empeñado en aplastar hasta los cuerpos de bebés cuyo único delito es llevar un pañal. Lo hemos visto en una de las secuencias más duras de la masacre perpetrada por unos terroristas de Hamás sin miramientos tampoco hacia la infancia.
Lejos de los fusiles
Es una barbaridad. Y lo más terrible es que pasarán los días y este conflicto -como el de Ucrania- quedará silenciado porque habrá otras batallas que cobren más voz al hilo de la malvada e inescrupulosa actualidad. Y entonces ya solo presenciaremos y escucharemos el llanto seco y desgarrado de un niño cercano que llora la falta de una madre que sí que volverá a casa. Porque aquí nuestras guerras son otras. Nuestros sonidos son otros. Nuestras escenas cotidianas son otras. Escenas de una vida lejos de los fusiles y las bombas que laten al ritmo de un sollozo triste que vuelve a mí, estos días, en mitad del estruendo… para recordarme que hay pequeños a los que ni siquiera les queda la opción de llorar.
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