Durante tres décadas en España -80s, 90s y 2000s- se produjeron con demasiada frecuencia asesinatos de un tipo específico. Los asesinos no actuaban por impulso, no actuaban en solitario y no actuaban por aburrimiento. Mataban por una estrategia política bien definida y desde unas ideas concretas: socialismo y nacionalismo. También mataban desde una región geográfica concreta. Eran, en su mayoría, vascos y navarros; como, lógicamente, buena parte de sus víctimas. No parece demasiado descabellada la afirmación de que los asesinatos de la organización terrorista Euskadi ta Askatasuna tenían su origen geográfico e ideológico en Euskadi.
Esto, como era de esperar, generó un sentimiento de incomodidad evidente en la sociedad vasca. A partir de cierto momento comenzó a escucharse en las manifestaciones de rechazo a ETA un lema bienintencionado: “No son vascos, son asesinos”. Bienintencionado pero falso. Xabier García Gaztelu, Txapote, es un asesino y es vasco, por mucho que su nombre sea Francisco Javier. Si hubiera nacido, crecido y vivido en Hervás, Cáceres, probablemente jamás habría disparado a un concejal en la nuca. Pero el caso es que nació en Galdácano, que está en Vizcaya, y mató, entre otras cosas, para que Galdácano y Vizcaya dejaran de existir en español.
Tenemos que caminar sobre el alambre de lo mediáticamente aceptado -el consenso- para no caer al otro lado de la muralla social
Es verdad que los asesinos de ETA no mataban por el hecho de ser vascos; pero eran vascos, de nacimiento o por elección. Tampoco los inmigrantes -recién llegados o nacionalizados, de primera o tercera generación- cometen delitos por el hecho de ser inmigrantes; pero es evidente que hay inmigrantes que cometen delitos, y que algunos tipos delictivos son cometidos en un porcentaje significativo por inmigrantes. Eliminar el dato no supone ninguna ventaja analítica, y de hecho puede dificultar el análisis. Asumir el dato en lugar de hacer como que no existe permitiría establecer patrones útiles y afinar las leyes, pero tenemos dos problemas: el cortoplacismo -siempre pensamos en el rédito social inmediato a costa de ignorar los efectos a largo plazo- y el miedo al perjuicio reputacional. Tenemos que caminar sobre el alambre de lo mediáticamente aceptado -el consenso- para no caer al otro lado de la muralla social.
Un lector atento podría introducir una cuestión legítima: los delitos cometidos por hombres son, de la misma manera, cometidos por hombres. Hay una diferencia esencial entre el factor ‘hombre’ y los factores ‘vasco’ en el caso de ETA e ‘inmigrante’ en el caso de los delitos cometidos por miembros de bandas latinas o magrebíes. La diferencia es que, en el primer caso, se trata de una violencia individual y aislada, y en el segundo se trata de una violencia en grupo y organizada. La diferencia es que los asesinatos en los que un hombre mata a su pareja no proceden, como se suele afirmar del consenso intocable, de una cultura concreta. Son asesinatos que producen un repudio social inmediato. No pasa lo mismo con las violaciones, los robos, las agresiones o los asesinatos que se cometen en bandas, por razones evidentes.
Cultura tribal, exaltación del grupo
El factor principal detrás de todos estos delitos violentos no es la inmigración, que presenta sus propios problemas. Es la cultura, que en no pocos casos se importa desde el país de procedencia. Una cultura tribal, de exaltación del grupo, de rechazo a las leyes y vínculos universales, que traza un ellos/nosotros categórico e insalvable. Si cala más en los inmigrantes que en los nacionales es porque el inmigrante muchas veces se siente desarraigado, y ante el desarraigo caben básicamente dos opciones: el refugio en la familia, que anula el desarraigo; y el refugio en el grupo de iguales, que lo exacerba y lo convierte en una raíz nueva y tóxica.
Tenemos en España muchas culturas y subculturas que comparten algunas de esas características. La cultura de bandas dominicanas, ecuatorianas, puertorriqueñas. La cultura del clan. La cultura islamista. Son culturas particulares y fácilmente identificables, pero apenas se habla de ellas. En paralelo a ese tabú se ha ido alimentando una ficción supletoria: la cultura machista y la cultura de la violación. Según los maestros del silencio cómodo, en España existe una cultura de la violación que relativiza y justifica las agresiones sexuales y que desprecia a la mujer. Sería fácil demostrar que tienen razón. Bastaría con exhibir a alguno de los millones de españoles que aplauden a violadores y jalean lapidaciones a adúlteras.
No los hay. El análisis de la realidad social en España se construye demasiadas veces sobre la afirmación de lo falso y la negación de lo real. El caso es que hay culturas malas, reales, detrás de muchos de los delitos violentos que afectan a los españoles. Negar la existencia de esas culturas y su relación con poblaciones concretas no es una manera de combatir el racismo, sino de fomentarlo.
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