Opinión

No es Estocolmo, es París

Esa amabilidad que ofreces a Otegi y a Fermín Muguruza es la que le niegas a Abascal hoy, la que le negabas ayer a Acebes, la que siempre le negarás a esa derecha impura que no cabe en tu proyecto para España

Con Eduardo Madina se comete demasiadas veces una injusticia desagradable. No se puede criticar lo que dice porque es víctima del terrorismo. Y la variante opuesta: dice barbaridades porque el atentado le nubló el juicio. Pero es una falta de respeto proceder de este modo. Supone negarle la capacidad de escoger ideas, convicciones y principios de manera autónoma y responsable; o lo que es lo mismo, tratarlo como si estuviera inhabilitado para hablar en público y para razonar con propiedad. Curiosamente, quienes se apresuran a recordar que sufrió un atentado cuando se critica su último mensaje en los medios suelen destacar de él que es una persona racional, leída, sensata, nada sectaria. Es decir: autónoma. Destacan incluso algo que él ha repetido varias veces: Madina -al contrario que otros- no se dejó arrastrar por el odio. Esto es lo que decía en una conversación con José Luis Rodríguez Zapatero cuando Esther Palomera le preguntaba cómo se consigue no odiar.

Yo intenté lo contrario, intenté odiar. Pensé que aquella experiencia tenía un hilo directo con un sentimiento que tenía que ser el odio. Y me mostré favorable en las horas siguientes cuando desperté, porque... pero no lo conseguí. Debe ser que vengo mal programado de serie para algunas cosas.

Y efectivamente, su vida pública confirma que consiguió no odiar, que ha apostado siempre por la concordia, la reconciliación, el futuro, la empatía y todas esas palabras canjeables en el mercado de los buenos sentimientos. Madina lo intentó, pero no consiguió odiar; al menos no a los responsables de su atentado. 

¿Qué me dicen de él? Fíjense en esa postura de cura franquista cargado de odio y rencor, esa predisposición al permanente vómito tan característica de los demócratas de centro reformista. ¿No les molesta la foto? A mí sí. Si me acerco a la imagen me pongo nervioso. Es como si de esa boca saliera un insoportable aliento sobrecargado, un penetrante olor a vinagre caducado que me revuelve en mi silla. (...) La baba ha caído, el olor a podrido se ha intensificado. Se ha perdido la risa, se ha perdido el color. La foto, ya para siempre en blanco y negro, muestra, si se fijan, una misma inquietud y dos personas distintas. Hagan la prueba. Tapen primero los ojos con un dedo y miren la boca. Es la desembocadura del odio, de la agresividad y la manipulación, un afluente contaminado del río Le Pen. Son los dientes manchados de FAES y de impotencia. Es el grito de guerra de los guerrilleros de Cristo Rey. Podrían ser los dientes del "se sienten coño" y del "estense tranquilos" pero no se dejen engañar por la estética de la foto, el frontis y todo eso, son tan sólo los dientes de Acebes.

Estas palabras, publicadas por Eduardo Madina en su blog en 2006, muestran que lo importante en la respuesta a Esther Palomera no era el luminoso “vengo mal programado”, sino lo de después: “para algunas cosas”. Madina dedicaba estas palabras a Ángel Acebes, del mismo modo que hoy aprovecha cualquier intervención en La Ser para pedir un cordón sanitario a Vox, que “no tiene comparación con ningún otro partido en España”, y que según él, sin necesidad de explicarlo, tiene un proyecto incompatible con la mitad de los españoles (“mujeres, homosexuales, lesbianas, inmigrantes”).

La exuberancia léxica cuando se ocupa de Acebes comparte raíz con el ejercicio exquisitamente racional que consiste en atribuir a los partidos odiados -PP ayer, Vox hoy- mensajes y programas que jamás han defendido

En esas palabras, en esos dos bloques sentimentales -aceptación de unos, repudio de otros- se observa la enormidad del abismo moral en el que se encuentra alguien como Eduardo Madina. La exuberancia léxica cuando se ocupa de Acebes comparte raíz con el ejercicio exquisitamente racional que consiste en atribuir a los partidos odiados -PP ayer, Vox hoy- mensajes y programas que jamás han defendido, y también con la asepsia y la calma de anestesista que reserva para otros protagonistas de nuestra historia reciente. 

Pero el caso es que los que sí intentaron asesinar a Eduardo Madina no se hacían fotos con Le Pen. Los que sí defendían un proyecto político para convertir a personas concretas en incompatibles con la patria y con la vida no eran de derechas. No eran esos machistas, casposos, reaccionarios que obsesionan a Madina hasta el punto de decir que no hay en España nada peor que Vox, algo que ya decía del PP cuando no existía Vox.
No; eran terroristas, periodistas y políticos de izquierdas. Fueron Iker Olabarrieta y Asier Arzalluz los que colocaron la bomba. Y fue la izquierda abertzale -la misma izquierda que hoy recuerda orgullosa esa etapa mientras disfruta de los beneficios políticos que logró con ella- la que durante décadas construyó, apoyó y ejecutó un programa político para eliminar a los indeseables.

Es el síndrome de París. El fulgor republicano. La vocación purificadora, el templo de la razón y el altar del progreso. La negación de la legitimidad a la derecha

 
Fue la izquierda, Madina. No Acebes, ni Aznar, ni Abascal. Fue la izquierda nacionalista del País Vasco la que te declaró a ti, y a Acebes, y a Aznar, y a Abascal, y a Pagazaurtundua, y a Blanco, y a Ordóñez, y a Buesa, y al pequeño Fabio Moreno, entre muchos otros, incompatibles con su idea de Euskal Herria.

Fue Otegi, Madina. Ese Otegi con quien no tuviste problema en fotografiarte compartiendo unos minutos cordiales en la presentación de ‘Los puentes de Moscú’, porque la amabilidad es un arma cargada de futuro, pero ante todo es una cualidad muy selectiva. Esa amabilidad que ofreces a Otegi y a Fermín Muguruza es la que le niegas a Abascal hoy, la que le negabas ayer a Acebes, la que siempre le negarás a esa derecha impura que no cabe en tu proyecto para España.

Madina es el fuego que más brilla, la antorcha que ilumina el camino, pero otros como él brillan con una luz parecida, sin circunstancias personales que expliquen esa vocación fanática. Se preguntaba Carmen Calvo hace unos días “hasta qué punto es constitucional” el pacto en Castilla y León entre PP y Vox. No es síndrome de Estocolmo lo de Madina, ni es exclusivo. Es algo más viejo y más extendido, algo a lo que tal vez conviene poner nombre. Es el síndrome de París. El fulgor republicano. La vocación purificadora, el templo de la razón y el altar del progreso. La negación de la legitimidad a la derecha, el odio reservado para cualquiera que no forme parte de su proyecto de transformación social, y sólo para ellos. 

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