Nos gusta mucho presumir de que en España se vive muy bien. El país del ocio, de los bares que cierran tarde, de la fiesta... Del buen tiempo todo el año.
En octubre me suelo tomar unos días de vacaciones para desconectar de todo. Me retiro a un pueblecito costero, un lugar tranquilo, donde incluso en diciembre se puede ir en mangas de camisa por la calle. No hay mucho que hacer en este lugar y tal vez por eso me gusta. Una cafetería, un par de restaurantes, una farmacia, una heladería que solo abre en verano y semana santa y un supermercado es todo lo que se puede encontrar en el pueblo.
Por la mañana me levanto tarde y, después del primer café, salgo a dar un paseo hasta la plaza del pueblo, donde está la única cafetería. Me siento en una de las mesas de la terraza con vistas al mar y, mientras mareo mi segundo café con una cucharilla, me paro a mirar a las mesas de alrededor: no hay ni una libre.
Todas las mesas están ocupadas por personas mayores, gente jubilada que ha decidido disfrutar de su retiro en un lugar tranquilo y amable, como este. Pero hay una cosa que llama poderosamente la atención: a excepción de cuatro señores que juegan al dominó, son todos extranjeros. Alemanes, ingleses, franceses, belgas, daneses... Esas personas son las que viven aquí todo el año, excepto en verano, ya que en julio y agosto llega a este lugar el turista nacional y los extranjeros desaparecen, como por arte de magia. Supongo que prefieren pasar el verano en sus países de origen, antes que soportar el calor sofocante que hace en agosto en Murcia.
Pero vas en octubre, noviembre, diciembre... Y ahí están. La terraza de un pueblo insignificante, abarrotada de extranjeros que, como cada mañana, toman sus cervezas y sus vinos acompañándolos con las tapas del bar, y charlan de sus cosas, eso sí, sin una voz más alta que la otra. Todo es paz.
Nosotros podemos llegar a oler lo que es vivir así tal vez un par de semanas al año y nos damos con un canto en los dientes. ¿Y cuándo lleguemos a la vejez? ¿Qué nos espera?
Resulta imposible ir a comer a alguno de los dos restaurantes del pueblo un día cualquiera de diario sin haber reservado antes, ya que están completos cada día. Los extranjeros suelen comer fuera y no necesariamente el menú del día. Hay un club social en el pueblo para mayores, en el que cada día se realiza una actividad: el lunes toca karaoke, el martes hay zumba, el miércoles hacen yoga...
Sí, es cierto, en España lo hemos montado muy bien, para que lo disfruten otros. Nosotros podemos llegar a oler lo que es vivir así tal vez un par de semanas al año y nos damos con un canto en los dientes. ¿Y cuándo lleguemos a la vejez? ¿Qué nos espera? Pues algo me dice que no nos espera poder comer todos los días en un restaurante, ni aunque sea el menú del día. Intuyo también que no vamos a poder retirarnos a un lugar tranquilo, sin más preocupación que tomar el aperitivo en la plaza del pueblo y si hoy hay yoga o pilates.
No es que sea pesimista ni tenga una bola de cristal, es solo que dudo mucho de que las cosas cambien tan radicalmente de aquí a 10 o 20 años.
Para empezar, no sabemos si podremos seguir cobrando la pensión el día que nos toque dejar de trabajar, pero, aún cobrando esa pensión, comprenderán ustedes que no cunden igual los 700 euros que cobran muchos de nuestros jubilados, con las pensiones que cobran estos extranjeros.
Un niño que anda solo
Lo que yo veo actualmente es abuelos que dejan de trabajar para tener que hacerse cargo de los nietos. Lleva a los niños al colegio, recógelos y cumple con la agenda de actividades extra escolares: inglés, fútbol, baile... Porque los padres trabajan y no pueden hacerse cargo. Pero el problema no es que los padres trabajen, el problema es que alguien tiene que hacerse cargo de esos niños, porque no pueden ir al colegio ni a baile solos, como hemos hecho los de mi generación. Con 8 años yo iba andando al colegio, quince minutos andando de ida y los mismos de vuelta, todos los días, cuatro veces al día. Además, tres veces por semana tomaba un autobús que me llevaba al polideportivo, donde hacía gimnasia rítmica. Yo iba despreocupada y mis padres estaban tranquilos, no tenían miedo. Hoy en día es impensable dejar que un niño vaya solo a ningún lado.
Por si esto fuera poco, llega una edad en la que muchas personas se ven obligadas a quedarse en casa. Hace unos días veía a una abuelilla de unos 80 años explicándole a una periodista que no sale de su casa, ni para hacer la compra. No porque no pueda, sino porque tiene miedo. Miedo de que le intenten robar el monedero, con los 10 euros que lleva para comprar la leche y el pan, y acabar tirada en el suelo con una cadera rota o la cabeza abierta. Así que su hija, que va a verla un par de veces por semana, cuando su trabajo se lo permite, le lleva la compra o se la pide por Internet.
Prisionero en tu propia casa, cuando lo que la vida te debe es que disfrutes de tu vejez, sin preocupaciones. Y rezando porque no te toque defenderla de algún intruso que, si tienes suerte y no te mata, igual disfrutas tu jubilación en la cárcel.
Sí, indudablemente tenemos un país para disfrutar de un clima que nos favorece para acostarnos tarde y gozar de todo nuestro ocio y gastronomía, pero, lamentablemente, con la vida que nos hemos montado o, mejor dicho, nos han montado aquellos que pasarán su vejez en alguna playa dominicana, este país es un país para viejos, pero para los viejos de otros.
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