Hay días en los que la demagogia, como la hemeroteca, hacen fácil este trabajo. Palabra de José Luis Ábalos en su discurso de junio de 2018, en la moción de censura contra Mariano Rajoy: “Porque ejercemos nuestra responsabilidad con la Constitución, reaccionamos frente a un Gobierno que está poniendo en cuestión el Estado de derecho, señalando las sentencias judiciales como tendenciosas, amenazando a todo aquel que se atreva a cuestionar su permanencia en el Gobierno, como si fuera suyo y de su propiedad (…). Crearon con su particular uso del poder un verdadero círculo perfecto de corrupción, encubriéndola con tretas y artimañas, obstaculizando la justicia para intentar engañar a la gente”. Nunca debió pensar que seis años después, la vigencia de sus palabras sería tan fulminante para el PSOE, para Pedro Sánchez y para él mismo.
Por entonces, Pablo Iglesias, líder de aquel antiguo Podemos, no ahorraba calificativos contra la corrupción del PP. Hablaba de “vergüenza”, de que Génova “se parece cada vez más a una organización criminal”, sostenía que sus dirigentes eran “delincuentes que se han llenado los bolsillos a costa de robar a los ciudadanos españoles”, los acusaba de cobrar sobresueldos ilegales durante diez años, de mentir en sede judicial y de “gastar dinero de todos los españoles para fabricar pruebas” contra su partido. Más elaborado políticamente era el argumento de Aitor Esteban, portavoz parlamentario del PNV en aquel junio de 2018, cuando basaba su “sí” para destituir a Rajoy en “la gravedad del caso Gürtel y en la inadmisible ausencia de asunción de responsabilidades políticas por parte del PP”.
Unos meses antes, el 13 de septiembre de 2017, Gabriel Rufián, portavoz de ERC, se subía con una impresora en brazos a la tribuna del Congreso para abordar un discurso entre demoledor e irónicamente efectista contra el PP: “No imprime billetes de 500, los imprimiría en blanco y negro. Dejen de hacer el ridículo, dejen de perseguir impresoras. Hagan campaña por el no. Persigan a corruptos y ladrones”.
Y para culminar, palabra de Óscar Matute, de Bildu, el 1 de octubre de 2020, ya con Sánchez en La Moncloa: “El modelo económico del Estado español no se entiende sin el amiguismo y el enchufismo. El caso Kitchen es la continuación de la Gürtel (…) El PP es muy hábil a la hora de diseñar una ingeniería financiera para ocultar dinero, pero a la vez tremendamente torpe a la hora de desvelar una incógnita (…). Si se investigara a todo el mundo con la misma determinación con la que se nos investiga a los independentistas vascos, estoy convencido de que su próximo congreso lo van a celebrar en Soto del Real".
Por entonces, Rajoy no tenía a su mujer imputada por tres delitos en un Juzgado penal. Ni a su hermano. Ni su fiscal general había sido retratado por arbitrariedad y desviación de poder, ni estaba en el trance de ser imputado por revelar secretos de un ciudadano. No tenía a un comandante de la Guardia Civil actuando de ‘señor Lobo’, ni a un comisionista con su Porsche aparcado junto a la plaza oficial de un ministro en el garaje ministerial. Ni tenía a un Tito Berni de aquella manera en calzoncillos trapicheando cohechitos. Ni legislaba a oscuras para excarcelar etarras, ni convertía aeropuertos en guetos migratorios a modo de leproserías. No planteaba leyes anti-periódicos y tampoco forzaba al gobernador del Banco de España a destituir consejeros para cubrir vacantes con las que satisfacer a sus socios. Ni siquiera su mujer era presentada como “primera dama” en actos internacionales, ni un rector acudía a La Moncloa a aceptar la fabricación artificial de una cátedra para poder llenar la agenda de ejecutiva agresiva de la esposa del presidente. El de Rajoy no era el Gobierno de la sonrisa ni el de las ‘cosas chulísimas’. Ni el que aunaba, como ocurrió el pasado 24 de abril, las palabras “Spanish PM”, “corruption” y “wife” en un demoledor título de sólo diez palabras el Financial Times.
Es de suponer que si ocurriese con Rajoy y su entorno más directo sólo una décima parte de lo que ocurre con Pedro Sánchez, el Palacio de La Moncloa tendría decenas de tiendas de campaña ‘quechua’ a las puertas con indignados encadenados en huelga de hambre. Manifestaciones a diario, mareas verdes, blancas y lo que se terciase, escraches, otro ‘asalta el Congreso’, miembros de los GEO con sus cascos abollados, contenedores incendiados… ¿Hoy sí hay pan para tanto chorizo?
Hoy, la doble vara de medir se ha convertido en otra metástasis de la democracia, y resulta que los indignaditos del PNV son más comprensivos y flexibles con la corrupción. Sólo piden explicaciones de soslayo y cumpliendo con el trámite básico que les permita mantener las apariencias y tranquilizar la conciencia. Pero esa militancia del PNV que, según alegó, nunca podría entender que se siguiese apoyando a Rajoy por la corrupción, espera hoy plácidamente sentada en una mecedora a que Aitor Esteban denuncie “la inadmisible ausencia de asunción de responsabilidades políticas” por parte del PSOE.
Hoy Rufián no llega a la tribuna del Congreso, no sé, con una foto gigante de la orquesta de Badajoz. Bildu ya no habla de “ingeniería financiera para ocultar dinero”, ni de la cárcel de Soto del Real, ni de “amiguismo y enchufismo”. E Iglesias no hace aspavientos ni grita que el PSOE le parece una “organización delictiva” creada en las cloacas del Estado. Y a Ábalos, le bastaría con releerse: círculos perfectos de corrupción, artimañas para ocultarlos, obstaculización de la justicia, “engaño a la gente”… Palabra de Ábalos.
A veces parece que el tiempo no ha pasado y que solo cambia el sujeto de las cosas. A veces, en efecto, la hemeroteca resulta tan esclarecedora como estomagante. Los socios de Sánchez, tan íntegros antes contra la corrupción con sus discursos de dignidad y limpieza democrática… y tan indulgentes y complacientes hoy frente a esa misma corrupción que denunciaban con su moral reversible, sus impresoras y sus caceroladas. La corrupción no es ideológica ni cuestión de oportunismo. Es corrupción, sin más. O debería serlo para estos corderos en silencio.
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