Hoy, de la forma más inocente e inesperada, he recordado aquella vez en que lo olvidé todo. Llevaba varios meses trabajando lejos de casa, de mi familia. Hablaba con mis padres por teléfono una vez a la semana, más o menos, porque por aquellos entonces yo solo tenía 18 años y los teléfonos no eran tan accesibles como ahora.
Regresé seis días antes de mi cumpleaños. Me hacía mucha ilusión cumplir 19 y estar con los míos para celebrarlo. Quise dar una sorpresa, así que no avisé de que mi vuelo llegaba ese día.
Al llegar a casa, mi madre estaba sola. Su cara de sorpresa no era la que yo esperaba: vi el miedo en sus ojos al mirarme. Algo iba mal y me lo tenía que decir, pero no sabía cómo. Lo supe.
Empecé a preguntar cosas: “¿Qué pasa, mamá? ¿Es Juan? ¿Ha tenido problemas? ¿Se ha metido en algún lío? No te preocupes, dime qué pasa. Puedo ir a buscarlo y arreglar lo que haya pasado...”
-No, hija, no puedes. Tu hermano ha fallecido.
-No... No puede ser... Iba a llevarlo a vivir conmigo...
-Lo enterramos el mes pasado. Estabas tan lejos y sola... Teníamos miedo de perderte a ti también si te lo decíamos...
Y ya no recuerdo más. Tengo un vago recuerdo de ver a mi padre entrar por la puerta ese día, pero todo se vuelve borroso en mi cabeza. Me han contado que durante varios meses me tuvieron que dar de comer y ayudarme a vestirme. Mi actividad favorita era permanecer sentada en el borde de mi cama mirando al vacío, aunque yo no recuerdo nada de aquello.
No sé cuándo volví. No recuerdo que despertara ni nada parecido. Solo hay algunas imágenes en mi cabeza que no llenan los vacíos. Tampoco me he esforzado nunca por tratar de llenar esos agujeros en mi memoria. Solo sé que volví a ser yo, quizá cuando el dolor ya era soportable para mí.
Y entonces el dolor se mezcló con rabia y rencor. No podía perdonar a mis padres que me hubieran negado el poder despedirme de mi hermano, que me hubieran mentido sabiendo la conexión tan especial que teníamos.
Tardé mucho tiempo en entender su miedo. En comprender su dolor. Si yo reaccioné así estando en casa, en los brazos de mi madre, da miedo pensar qué habría pasado al enterarme estando tan lejos de ellos y completamente sola. Por fin un día entendí que mis padres siempre quisieron lo mejor para mí, que como no son dioses pueden equivocarse y que yo no puedo castigarlos por quererme tanto. A partir de ese momento, fue más sencillo gestionar el dolor.
Desconectarse del mundo
Te dicen que el tiempo todo lo cura, pero no es cierto. El tiempo solo te enseña que puedes vivir con lo que te falta y aprender a mitigar ese dolor, a adormecerlo de algún modo. Pero un día cualquiera, tal vez una canción, un olor, una pregunta infantil o un comentario sin malicia hacen que te piquen las cicatrices de las viejas heridas. Las rascas, pero no mucho, ya que no quieres levantar esa costra, y continúas con la vida.
No voy a negarlo: muchas veces he deseado volver a desconectar mi cerebro y reactivarlo más adelante, quizá al día siguiente, puede que en un año, tal vez dentro de un lustro... Pero mi disco duro no me concede deseos tontos, por muy tentador que pueda parecer desconectarse del mundo entero, de la realidad, de la noción del tiempo, de toda existencia... y que todo se resuelva en lo que parece un pestañeo.
Espero que tras leer mi historia entendáis que quiero agradecer desde aquí a todos los que, viendo el panorama actual de nuestro país, gritáis a los cuatro vientos: “¡Despertad!”, pero lamento comunicaros que nadie está dormido y que, por más que gritéis, si alguien está sumido en un extraño letargo no saldrá de él por mucho que alcéis la voz o le agitéis, mientras su cerebro no esté preparado para procesar lo que está pasando. Y si te empeñas en romper la cómoda realidad de otra persona, asume que, antes de agradecértelo, es más que probable que te odie.
Lo difícil no es gritarle al oído con grandes aspavientos al que está sordo y ciego. Lo realmente complicado, y hasta heroico, diría yo, es que alguien te importe tanto como para saber que, aunque te odie, tú estarás siempre ahí
Me dices una verdad, tu verdad, puede que la verdad, y la acompañas con un “¡despierta!”. No, amigo, no estoy dormida. Ni siquiera estoy ausente. Estoy aquí, te veo, te contesto, me levanto cada mañana y soy consciente de cada latido y cada suspiro... No amigo, no me he ido a ningún lado. Y si así fuera, dime, amigo: si despierto, si comprendo tu verdad, si veo tu dolor... ¿Qué quieres que haga yo que no puedas hacer tú? ¿Gritarle “despierta” a otra persona? Y cuando estemos todos despiertos... ¿A quién le gritamos?
No me grites más. No quieras que vea el horror para que sufra como tú, si no sabes cómo salir de él. Lo difícil no es reconocer que alguien está ausente de la realidad, del horror, de la ruina y de la desesperación. Lo difícil no es gritarle al oído con grandes aspavientos al que está sordo y ciego. Lo realmente complicado, y hasta heroico, diría yo, es que alguien te importe tanto como para saber que, aunque te odie, tú estarás siempre ahí, tratando de que su vida sea más fácil y que sus pérdidas obtengan algún consuelo.
Si simplemente vas a gritarme “¡Despierta!”, por favor te lo pido, déjame dormir, aunque sea con los ojos abiertos y ni siquiera sueñe.
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