Creyeron que gobernar consistía en cobrar un buen sueldo y gozar de privilegios, que te hiciera la pelota un puñado de periodistas desaprensivos y codearte con gente de alto standing. Gobernar era tener suficiente dinero para comprar todo aquello que no podías cuando eras un ciudadano de a pie, torpe y gandul. Gobernar era disponer de coche oficial con chófer, viajar por cuenta del Estado, cobrar dietas y más dietas simplemente por cumplir con tu deber asistiendo a comisiones en las que no se te pedía nada más que repetir como un lorito la consigna que te daba tu partido por escrito con faltas de ortografía moral. Gobernar era chicolear en los pasillos del congreso, era difamar a los adversarios aunque no supieras a propósito de qué. Gobernar era dar algunos mítines a gente dispuesta a creer cualquier cosa que dijera uno de los suyos. Gobernar era predicar sin dar trigo, prometer hasta meter, trepar desde el fango de la vulgaridad hasta la copa del árbol de los copiones de clase. Gobernar era presumir de conocimientos que no se tenían, de virtudes de las que se adolece, de inteligencia de la que se prohíbe en esas cofradías de mediocres denominadas partidos políticos.
Creyeron que gobernar era mandar, cosas tan opuestas como el día y la noche. Pensaban que gobernar era sentarse a ver pasar las hojas del calendario mientras los problemas de la nación se arreglaban por sí mismos o no se arreglaban, sin que sucediera nada reseñable ni que pusiera en peligro su modo de vida. Ellos estarían siempre a salvo viviendo en una burbuja de privilegios, de lujos, de pornográfica seguridad a diferencia del común de los mortales, siempre expuestos a la quiebra, al paro, a la zozobra económica, a tenerse que ganar las habichuelas con su trabajo, con su esfuerzo, con su voluntad.
Pero llegó un virus para darle la vuelta al mundo, demostrando quién sabe gobernar y quién no, para dejar en su sitio a cada uno de nosotros, constituyéndose en implacable fielato de calidades humanas. Un virus que, mediante su terrible ataque a la salud personal, ponía también en jaque a nuestra salud democrática, a nuestra clase política y, en definitiva, a nuestros dirigentes. Estos últimos recurren a la excusa cobarde de asegurar que no sabían lo que se les venía encima, aduciendo que no estaban preparados. Desconocían que iban a ser puestos a prueba, que deberían gobernar y hacerlo bien, pensando en el interés común. Claro que no estaban preparados, porque esta crisis requería personas con visión, con eficiencia, con empuje, con ganas de trabajar, con vocación de servicio público y para todo eso no los habían preparado ni sus partidos ni ellos mismos.
Creyeron que gobernar eran unas vacaciones pagadas por el contribuyente y que podían transitar por la sede de la soberanía nacional un par o tres de legislaturas para luego irse a un destino forjado a base de amistades indecorosas
No podían anteponer su país a sus egoísmos ni sabían gobernar para todos en lugar de solo para sus conmilitones. Nadie les advirtió de que la historia pone a prueba a cada generación con un reto duro, cruel, para el que los dirigentes han de venir de sus casas con algo más que cuatro consignas simplistas y una pancarta. Y se han estrellado ellos y nos han estrellado a todos, justamente porque creyeron que gobernar era otra cosa y ahora, en el momento de la verdad, huyen como conejos de la prensa libre, de las críticas, del escrutinio parlamentario. Están aterrorizados de su propia incompetencia porque jamás pensaron que iban a encontrarse en semejante trance y hacen todo lo posible para desviar responsabilidades y culpas. Tienen un pretexto siempre a punto para intentar demostrar en un intento patético y ruin que todo lo malo lo hacen los otros. Y si no encuentran pretextos plausibles, da igual, se inventan lo que sea y mienten como bellacos.
Efectivamente, creyeron que gobernar eran unas vacaciones pagadas por el contribuyente y que podían transitar por la sede de la soberanía nacional un par o tres de legislaturas para luego, con el estómago bien lleno, irse a un destino forjado a base de amistades indecorosas. Es una lástima que no haya sido así. Especialmente, para quienes tenemos que sobrevivir como podemos por culpa de su estulticia, de su vanidad y de su incapacidad para comprender que la política, cuando no es el arte de gobernar ateniéndose al sagrado principio del bien público, no es más que una covacha de mediocres, interesados solo en su propio bienestar.
Son culpables de no saber dónde se metían, pero también lo son quienes les votaron al ignorar que no todos sirven para desempeñar las más altas responsabilidades. Porque si unos se equivocaron en el concepto de gobernar, los otros lo hicieron mucho más al confundir la diferencia existente entre un político como Dios manda y un vulgar charlatán de feria.
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