El consenso en la prensa es casi absoluto: EEUU ha ilegalizado el aborto. Cuando tantos titulares de tantos medios distintos coinciden en presentar de manera incorrecta, falsa o engañosa una noticia fácilmente comprobable, lo primero que nos sale es la autoafirmación nietzscheana: yo contra el resto, que son ciegos o no quieren ver. Después tiramos de la autoridad. Brecht y su defensa de lo obvio, la espada de Chesterton por los verdes pastos… Hay frases para todos los gustos en el catálogo y casualmente todas nos dan la razón, porque evidentemente lo evidente es lo que defiendo yo.
La prudencia invita a la reflexión y a la revisión de los juicios propios cuando van contra la corriente, pero la experiencia enseña que no sólo es posible que los medios alimenten ciertas oleadas de indignación, sino que dependen de ellas como un demagogo depende de la ira popular. Y de nuevo estamos ante uno de esos casos.
No, el Supremo de EEUU no ha ilegalizado el aborto. Lo que ha hecho es anular una decisión previa que lo convertía en un derecho constitucional y establecía su regulación en el ámbito federal y no en el de los Estados. Dicho de otro modo: a partir de ahora el Gobierno federal no tendrá capacidad para legislar sobre el aborto; ni para protegerlo ni -esto se suele omitir en los análisis- para prohibirlo.
El problema es que la mayoría sólo es un criterio de fundamentación legítimo si coincide con mis valores; si es mi mayoría. De lo contrario no es la mayoría, sino las fuerzas reaccionarias
Serán los Estados, que canalizan la voluntad popular de los ciudadanos, quienes vuelvan a tener la autoridad para determinar cómo y en qué supuestos es legal interrumpir un embarazo. Algunos, como California, seguirán permitiendo el aborto dentro de unos plazos y supuestos concretos. Otros, como Misuri, lo declararán ilegal salvo que exista riesgo para la madre. El hincha de la democracia debería estar contento, pero duda. El discurso político de estas últimas décadas es claro: la voluntad popular está por encima de cualquier límite y de cualquier otro criterio, no hay valores supremos, todo es bueno o malo solamente en función de lo que decida la mayoría. ¿Cuál es el problema entonces? El problema es que la mayoría sólo es un criterio de fundamentación legítimo si coincide con mis valores; si es mi mayoría. De lo contrario no es la mayoría, sino las fuerzas reaccionarias.
Por esto y por otras cuestiones, la decisión del Supremo no es sólo un asunto únicamente americano. Al contrario, muestra las costuras esencialmente accidentales de las democracias y revela el conflicto sin solución entre dos principios que solemos considerar hermanados, casi sinónimos: derechos y voluntad popular. El conflicto está detrás de la mayoría de las crisis políticas modernas, y basta con formular una sencilla pregunta para evidenciarlo: ¿La voluntad popular es la que crea los derechos, o los derechos son anteriores a la voluntad popular y deben permanecer fuera de su alcance? Si defendemos lo primero, entonces ningún derecho es otra cosa que un acuerdo temporal, provisional, revocable. Decir que algo es un derecho no serviría para conferir a ese algo el carácter profanamente sagrado del que goza en la actualidad, sino que lo situaría en el reino de lo contingente. Por el contrario, si defendemos la segunda opción deberemos reconocer que la voluntad popular tiene límites, y que ningún consenso puede situarse por encima de un derecho fundamental. Esto es precisamente lo que se está intentando construir en torno a la interrupción voluntaria del embarazo: convertirlo en un principio intocable y levantar un muro legal, político y social a su alrededor.
Reconocer el derecho al aborto libre implicaría destruir el derecho a la vida, y si eso ocurriera no habría ninguna razón para impedir que la madre pudiera disponer de la vida de su hijo en cualquier momento
Pero a pesar de esos intentos, el aborto no es ni puede ser un derecho fundamental. Y no puede serlo porque el asunto de fondo no es político, sino científico y filosófico. El asunto de fondo es determinar a partir de qué momento comienza la vida humana, puesto que a partir de ese momento lo que se debe hacer es protegerla de cualquier otra persona que quiera acabar con ella. Reconocer el derecho al aborto libre implicaría destruir el derecho a la vida, y si eso ocurriera no habría ninguna razón para impedir que la madre pudiera disponer de la vida de su hijo en cualquier momento.
Evidentemente no es fácil determinar cuándo comienza la vida humana, y no todas las defensas del aborto son absolutistas, nihilistas o relativistas. Además, al otro lado también hay posiciones maximalistas, como las que pretenden impedir la interrupción del embarazo desde el mismo momento de la concepción apelando a la existencia del alma. Pero debería haber un mínimo punto de encuentro: el reconocimiento de que el aborto no es una simple cuestión de derechos reproductivos y la aceptación de que no se puede reducir a “una decisión que cualquier mujer debe tomar libremente”.
Una mujer debe poder decidir la carrera que quiere estudiar, el método anticonceptivo que quiere usar, con quién y cómo se va a la cama o incluso si quiere convertir el sexo en sustento. No hay en ello nada esencialmente distinto a lo que debe poder decidir un hombre. Lo que nadie -ni una mujer ni un hombre- puede decidir libremente es acabar con otra vida humana. Eso no es un derecho, sino una aberración a la que normalmente llamamos homicidio o asesinato.
Se ha instalado entre las fuerzas progresistas la idea de que el cuerpo de la mujer confiere una especie de derecho de propiedad sobre cualquier cosa que lo habite
Debería existir un mínimo punto de encuentro, decíamos, pero no será así. La hipérbole y el recurso a las distopías de la ficción seguirán siendo lo habitual. Adrián Barbón compartía una imagen de ‘El cuento de la criada’ acompañada del siguiente mensaje: “Por desgracia hay distopías que se convierten en realidad”. Stephen King, en otra muestra de originalidad desbocada, insistía en la misma idea: “Welcome to THE HANDMAID’S TALE”; así, en mayúsculas. Pero fue Justin Trudeau quien dejó el mensaje más terrorífico, porque el suyo no apuntaba a la ficción sino que forma parte de nuestra realidad: “Ningún gobierno, ningún político, ningún hombre debería decirle a una mujer qué puede y qué no puede hacer con su cuerpo”.
Desde fuera se puede ver como un espectáculo divertido, pero esto va a acabar mal. Se ha instalado entre las fuerzas progresistas, con la ayuda de los libertarios más desquiciadamente coherentes, la idea de que el cuerpo de la mujer confiere una especie de derecho de propiedad sobre cualquier cosa que lo habite, tanto si se trata de un bebé gestándose como si se trata de un absceso de pus. Se ha instalado la idea de que el progreso es no ya una línea recta y constante hacia adelante, sino hacia la izquierda. Se ha instalado la idea de que las leyes que amplían el derecho al aborto son motivo de celebración, mientras que las leyes que intentan restringirlo al máximo son un funeral. Maldita ironía.
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