Ya se venía venir. Creíamos que la democracia occidental estaba consolidada. No íbamos a ser tan estúpidos como para dejarnos arrastrar por los Trump, los Salvini, los Le Pen y demás saboteadores de la libertad. Con lo que costó desterrar los discursos racistas, xenófobos, machistas, dictatoriales, sabíamos que quienes se asomaran a la arena electoral con esos pronunciamientos no llegarían ni a la esquina de cualquier colegio electoral. Eso ya no tenía sitio en sociedades hechas y derechas como las nuestras. Quienes se atrevieran a despreciar a las mujeres, a los homosexuales, a quienes tuvieran una piel de color diferente a la "blanca" o una religión distinta de la "verdadera" estarían cavando su tumba en el momento de nacer.
Estábamos tan seguros de la fortaleza de nuestra democracia, que hasta nos permitíamos el lujo de denigrar a los partidos políticos y a quienes en ellos militaban, sin percatarnos de que por ese hueco se estaban colando quienes proclamaban su distanciamiento de la política y de los políticos. Ellos, los populistas, no eran políticos; si se presentaban a unas elecciones era para acabar con la corrupción, la inseguridad, el desorden y para levantar un poco más las fronteras que impidieran el paso a quienes hacían lo posible y lo imposible por llegar a la vieja y denostada Europa.
Esos apolíticos han aprovechado la debilidad de una parte de la población que lleva soportando tres grandes crisis generadas por tres grandes potencias –la financiera, en EEUU, la de la pandemia, en China y la de la guerra en Ucrania, por Rusia- llevando siempre las de perder. En la financiera, ganaron los bancos; en la del virus, ganaron las farmacéuticas y en la guerra en Ucrania, están ganando las energéticas y las armamentistas. Y siempre pierden los mismos, los que viven de su trabajo o los que perdieron cualquier tipo de esperanza en el mañana.
No creo que sea fascista el obrero norteamericano que vio peligrar su puesto de trabajo como consecuencia del cierre de las fábricas donde siempre se habían podido ganar la vida sus abuelos, sus padres y él
El miedo, cuando hace acto de presencia, hace aflorar los peores instintos y se vuelve receptor de los discursos que culpan a los foráneos de los males producidos por los poderosos. El odio al inmigrante es bien recibido por la parte más vulnerable de la sociedad. La política antiinmigración provoca el voto de quienes piensan que cuantos vienen en pateras serán los que les quiten los puestos de trabajo o generen mano de obra barata que haga bajar los salarios.
Los partidos democráticos de la derecha y de la izquierda identifican al votante influido por el miedo con el populista ideológico. No aciertan a comprender que no todo aquel que vota populismo de izquierdas o de derechas es populista, ni todo el que vota extrema derecha es fascista. No creo que sea fascista el obrero norteamericano que vio peligrar su puesto de trabajo como consecuencia del cierre de las fábricas donde siempre se habían podido ganar la vida sus abuelos, sus padres y él. No creo que sea fascista el obrero italiano que siempre votó a la izquierda pero que, habiendo perdido su empleo o su capacidad de compra para mantener su hogar, haya votado a Meloni que pregona el sí a la familia clásica y el no a la unión de personas del mismo sexo o que defiende como ideario la patria, el honor y la familia. Una cosa es que la voten por razones laborales o económicas y otra bien distinta que millones de italianos o norteamericanos o brasileños compartan al cien por cien algunas de las burradas que, por ejemplo, dijo Bolsonaro en relación con los errores de la dictadura brasileña que "encarceló a los disidentes demócratas en lugar de fusilarlos".
El miedo no es a que violen a tu hija sino que tu hija y tantos hijos que se embarcaron en estudios universitarios o en formación profesional no tengan la más mínima posibilidad de asegurar su futuro
El trabajador europeo que termina votando ese populismo malsano no teme por su seguridad o por el credo de quienes practican una religión diferente a la suya. El miedo no es a que violen a tu hija sino que tu hija y tantos hijos que se embarcaron en estudios universitarios o en formación profesional no tengan la más mínima posibilidad de asegurar su futuro. El miedo es a no poder pagar la luz, o la gasolina, o el gas o la hipoteca. Ese es el miedo que hay que combatir con un discurso que sea capaz de crear una realidad que, huyendo del catastrofismo, desengañe al elector de los que dicen hablar claro ofreciendo milagros y simplificaciones.
Al populista hay que combatirlo hablando con él pero no hablando como él. La táctica del aislamiento es la ventaja de la que dispone el populista que no tiene a nadie enfrente para rebatir sus locas ofertas.
Ya sabemos lo que hicieron las generaciones de la posguerra en Europa y en España. A la vista de cómo evoluciona el espectro político y electoral, me atrevo a preguntar: ¿qué piensan ser y qué quieren hacer la primera y segunda generación del siglo XXI? ¿Qué España quieren? ¿Qué Europa desean?
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