España es, por rendirnos al tópico desde el principio, el país que alumbró el “vuelva usted mañana” y que dio origen a la expresión red tape -la cinta roja o balduque con la que se marcaban los expedientes prioritarios en la corte del emperador Carlos. Es cierto que la burocracia es un tema universal, y un dolor universal, de Sumer, Egipto y China a Gógol y Kafka. Pero en España el papeleo y el funcionariado han dado lugar a un rico acervo cultural y folclórico y, sobre todo, a un género de lamento o jeremíada sobre nosotros y nuestro particular lugar en el mundo.
La preocupación sobre el impacto de la burocracia y del (mal) funcionamiento de la administración en los ciudadanos y en el desarrollo del país tienen data antigua: ya hemos citado a Larra y de nuevo el lugar común obligaría a mencionar a Galdós -si bien este último tiene más que ver con otro asunto frecuente en estas columnas: quién accede a la función pública, en qué términos y por qué plazo. Los intentos de racionalizar, desburocratizar, agilizar o mejorar la “experiencia de usuario” del sufrido ciudadano ante las múltiples ventanillas estatales tienen ya una cierta tradición. Por ejemplo, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAPC) de 1992 ya contemplaba en su artículo 35 utopías como el derecho de los administrados a no aportar documento alguno que ya obre en poder de la administración. Y los organismos y entidades internaciones, de la OCDE a la UE (Estrategia de Lisboa) llevan décadas desgañitándose contra esa “cinta roja” que no sólo lastra la productividad, sino que se ceba singularmente con los ciudadanos menos educados y con menos recursos.
Dar un giro copernicano al enfoque de la administración para ponerla al servicio del ciudadano incluso antes de que el propio ciudadano detecte una necesidad o se ponga en contacto con ella
Avanzando por esta senda reformista, ya no se trataría meramente de reducir trámites y exigencias documentales, y de eliminar esa cierta sospecha ante el administrado, sino de dar un giro copernicano al enfoque de la administración para ponerla al servicio del ciudadano incluso antes de que el propio ciudadano detecte una necesidad o se ponga en contacto con ella. Por ejemplo, ofreciendo de forma proactiva menús de prestaciones y servicios a los posibles interesados, estén al tanto o no de ellos, gracias a la información exhaustiva sobre nosotros que obra en poder del Estado. Emulando, en suma, el modelo de las grandes empresas tecnológicas, que nos ofrecen productos y servicios que ni siquiera sabíamos que necesitábamos, con la evidente diferencia de que la oferta de la administración ya la pagamos de todas formas. Esta era la hermosa teoría.
Pero la pandemia, como en tantas otras esferas, ha desencajado del todo tanto el desempeño de la administración pública como la percepción y las expectativas ciudadanas. La imposición de la cita previa como principio fundacional de un nuevo orden, de un nuevo contrato ciudadano con la administración, da cuenta no sólo del fracaso de todos los intentos seculares de domar el monstruo burocrático, sino de la incapacidad para plantear incluso el problema en unos términos que no sean los del funcionariado sino los del ciudadano. El estado de excepción sanitario ha dado lugar a una especie de realidad paralela o, por usar la babosa terminología pandémica, nueva normalidad en la que los derechos y aun el mínimo respeto al contribuyente se difuminan ante la prolongación de la excepcionalidad sine die y un abanico de derechos adquiridos de facto -y en algunos casos consolidados de iure-, empezando por el teletrabajo.
Una vez más se expresa en toda su dimensión la distancia galáctica entre la propaganda y los discursos oficiales y la realidad del país
Así que, en lugar de la utopía managerial que les narraba antes, hemos caído en una situación peor incluso que el kafkiano funcionamiento habitual, conocido y sufrido por todos. Exigencia universal de cita previa e incapacidad de lograrla ni siquiera a través de medios robotizados; incapacidad para gestionar no ya ayudas o subsidios extraordinarios, del IMV a los fondos europeos, sino las mismas pensiones o ayudas comunes. Por cierto que una vez más se expresa en toda su dimensión la distancia galáctica entre la propaganda y los discursos oficiales y la realidad del país: anunciamos a bombo y platillo rentas vitales que los interesados en muchos casos no pueden solicitar debido a su nivel educativo o de inserción digital; y nos hipotecamos generacionalmente para subir unas pensiones que luego es imposible pedir. La vulneración diaria de los derechos ciudadanos y del respeto mínimo debido al pagano de impuestos se ha denunciado ya abundantemente, del defensor del Pueblo y sus diversas réplicas autonómicas a expertos como Andrés Boix o Diego Gómez -que incluso ha puesto a disposición del público herramientas gratuitas para afrontar legalmente el problema de la cita previa. La descomposición de la administración pública española va camino de convertirse en un género periodístico por derecho propio.
Pero no está de más repetirlo otra vez; habida cuenta además de la proliferación de cursilerías y proclamas jetas sobre los impuestos, como si el funcionamiento básico del estado, la eficacia de la administración y, en fin, el hecho de percibirse como un ciudadano y no un súbdito al que se mea en la cara a diario no tuviera nada que ver con la conciencia fiscal de los administrados.
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