Es algo difícil de entender para la izquierda. El problema no es la desigualdad, sino la pobreza. La política debe ir encaminada a crear riqueza, no a repartirla. Allí donde el Gobierno, a través del Estado, se atribuye el papel de distribuidor supremo, aumenta el pauperismo y se desalienta a los creadores de empleo y bienestar.
Por esto, escuchar a Pedro Sánchez y a Yolanda Díaz, protagonistas del peor gobierno de la democracia, que ya es decir, que van a subir los impuestos porque están muy preocupados por la desigualdad material, cualquiera se echa a temblar.
Da igual que la historia económica de Occidente desmienta su aserto. La izquierda insiste. Donde han primado las políticas de distribución sobre las de creación se ha caído en la ruina. Podemos echar la culpa al neoliberalismo, la globalización, el racismo, la LGTBIfobia, el patriarcado y el calentamiento global, pero la pobreza se debe a la bulimia de Estados con intereses propios y a mangueras rotas.
El dinero para las mujeres maltratadas no llegaba en su totalidad a las víctimas porque una gran parte se quedaba en las estructuras institucionales y de oenegés
El aparato estatal no sirve para el reparto de la riqueza porque insiste en tener su propia red clientelar. La Andalucía socialista es un buen ejemplo. El dinero para las mujeres maltratadas no llegaba en su totalidad a las víctimas porque una gran parte se quedaba en las estructuras institucionales y de oenegés. Lo mismo podemos decir del dinero de los ERTE, pero es un ejemplo tan evidente que me lo ahorro.
No hace falta más que mirar el reparto de los Fondos Europeos que se está haciendo en España a manos de este “Gobierno progresista”. En menos de un año ya está en vía judicial denunciado por irregularidades en el reparto. No hablamos de funcionarios de baja categoría que se llevan el dinero. No. Los señalados son los políticos al cargo de instituciones públicas. Esto se debe a que allí donde el dinero público es la mayor fuente de prosperidad, la corrupción es la norma.
El igualitarismo material es una de las grandes lacras de nuestro tiempo. Es un discurso emocional que sirve para justificar intervencionismo e ingeniería social, y para arrinconar la eficacia y la iniciativa individual. Es el antifaz con el que se ocultan los totalitarios, ávidos siempre de recortar la libertad y de anular los controles parlamentarios y judiciales. De aquí la persecución de este Gobierno hacia los autónomos y medianos y pequeños empresarios, ahogados en impuestos. Quieren una sociedad compuesta por personas que dependan del Estado y de las grandes corporaciones a las que puedan dominar.
El proyecto de Yolanda Díaz de la cogestión de las empresas es una prueba. Quedan fuera los pequeños negocios, a los que fulmina a impuestos, y se dedica solo a los grandes. Ese es el sueño de la izquierda: una sociedad civil sin mentalidad empresarial, llena de asalariados por cuenta ajena, cuyo bienestar depende del Estado. Ya dominan la educación, donde se traslada la idea de que ser “crítico” es despreciar el libre mercado y bendecir “lo público”.
Retórica hueca
No es lo mismo igualdad que igualitarismo, y es ahí donde juega la izquierda. Los socialistas de todos los partidos abogan por la desigualdad legal para los grupos victimizados en función del sexo y la raza. Cometen así una injusticia para, dicen, conseguir un ajuste de cuentas histórico y una visualización de las identidades. Esa retórica hueca cuela bien, tanto que permitimos que se entrometan en nuestra vida, nos regañen y corrijan unos políticos sin experiencia profesional ni bagaje intelectual. El voto no suple la inteligencia.
Ahí sí cabe para la izquierda la desigualdad social, la diferenciación por sexo -biológico o sentido- y la raza, porque es útil para la destrucción de la tradición, la confrontación con lo real, su ingeniería social, y el cambio en las costumbres y en la mentalidad para la consecución de su sociedad “perfecta”. La utopía siempre ha calado en los que quieren evadirse de la realidad, tanto como en los que han querido aprovecharse de los ingenuos.
Lo que el izquierdista quiere son recursos económicos para crear su red clientelar, alimentar la envidia y el rencor para aumentar su poder
La desigualdad legal para los géneros (o sexos) es tolerable, pero la de riqueza no aunque proceda del trabajo y la capacidad, del esfuerzo propio o heredado. Eso hay que combatirlo dicen. En realidad, lo que el izquierdista quiere son recursos económicos para crear su red clientelar, alimentar la envidia y el rencor para aumentar su poder apoyado en una falsa moral, y cimentar su hegemonía. Poco importa que esa sociedad a medio plazo caiga en la pobreza y la dictadura, como en tantos países que han tenido la desgracia de contar con un Gobierno socialista que ha llevado hasta el final sus desvaríos.
¿Alguna duda? La deuda pública llegó al insostenible 122% del PIB al final de 2021, alcanzando así un nuevo récord en números absolutos. Al tiempo, la España de Sánchez es el único país europeo que no consigue bajar del 30% de paro juvenil. ¿Solución de la izquierda? Más impuestos y más intervencionismo. Así lo dijo Sánchez en Davos: se va a dedicar a la “justicia fiscal” aumentando la presión fiscal ideológica -a los ricos y a los que contaminan, dice- y avanzará en la “predistribución” interviniendo los mercados.
La defensa de la libertad, por tanto, está en criticar esa acción y discurso izquierdista, pero también en desmontar las estructuras que alimentan ese Estado bulímico y la ambición de los gobernantes izquierdistas. No pueden quedar en pie los pilares del socialismo cuando la libertad gana en las urnas.
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