Opinión

Nostalgia de un tiempo que no volverá

Alfredo Pérez Rubalcaba forma parte de ese club de gente principal a la que solemos adjudicarle sentencias merecedoras de

Alfredo Pérez Rubalcaba forma parte de ese club de gente principal a la que solemos adjudicarle sentencias merecedoras de ser esculpidas en mármol, pero que muchas veces son inventadas. Siempre me pregunto quién o quiénes imaginan citas que adjudican hoy a Cicerón, mañana a Churchill y luego a Cervantes. Y siempre pienso que debe ser algún escritor frustrado o un ocurrente fabulador que se regodea del personal inventando locuciones que los enteradillos de barra de taberna utilizarán mañana para rematar su discursillo. Se non è vero, è ben trovato. Tantas cosas no son verdad y merecerían serlo que uno entiende al mentiroso que se inventa lo que nadie ha dicho.

A Rubalcaba lo citan hoy gentes de su partido -su partido, sí, qué le vamos a hacer, el de Sánchez, vaya-, y algún que otro dirigente del Partido Popular. Claro está que le citan para reforzar un argumento que, cogido con alfileres, precisa de una voz autorizada que les dé la razón. Y si además esa voz es la de un muerto pues mejor. Truquillos de quien anda escaso de razones y sobrado de armas para conformar eso que llaman el relato; o sea, una historia que venga bien a un interés determinado, aunque su relación con la verdad esté en el camino de la ensoñación. Así es como se hace política en España y así es como los españoles vamos dando por bueno semejante ejercicio propio de un diletante metido a, por qué no decirlo, a presidente del Gobierno de España. O del Estado como bien le recuerdan sus amigos de antes y de ahora.

"No hace falta mucho conocimiento para saber que cuando nosotros los demócratas sufrimos, ellos, los jefes políticos de los terroristas, respiran; cuando lloramos, ríen; cuando sentimos miedo, se muestran fuertes"

Pero yo les hablaba de Rubalcaba y lo hago sin necesidad de inventar lo que nunca dijo, pero sí de contarles lo que en más de una ocasión le escuché decir. En tiempos en los que el brazo político de los etarras era Herri Batasuna, y justo unos días antes de su disolución, un grupo de periodistas almorzamos con Pérez Rubalcaba en un hotel de la plaza de la Lealtad de Madrid. Era 2008, y los asesinatos del empresario Ignacio Uría Mendizábal y de Isaías Carrasco,  concejal del PSE en Mondragón, estaban aún muy recientes. La reunión transcurría entre conjeturas y cábalas sobre si había alguna posibilidad de que la izquierda aberchale que intentaba hacer política dejaría alguna vez de jalear esos atentados y presionaría a ETA para que dejará de asesinar.

-Olvidad cualquier movimiento en esa dirección, dijo el ministro del Interior. No es que la información que tenemos niegue esa posibilidad, es que no hace falta más que mirarlos a la cara tras un atentado. Os invito, dijo, a hacer la prueba. Cuando salga Otegi o cualquier responsable de Batasuna o Aralar quitad el volumen de la televisión y pensad si el que habla está contento o triste, satisfecho o decepcionado, tranquilo o inquieto. No hace falta mucho conocimiento para saber que cuando nosotros los demócratas sufrimos, ellos los jefes políticos de los terroristas respiran; cuando lloramos, ríen; cuando sentimos miedo, se muestran ufanos y fuertes. Me niego, decía Rubalcaba, a intentar leer entre líneas cada vez que habla un asesino de estos: si están bien yo estoy mal.

España se prepara para depender una vez más de estos tipos que no tiene más voluntad reconocida que la separación del País Vasco de España y la desigualdad entre sus ciudadanos

Esto que les cuento me pareció siempre una lección magistral de un hombre que, con todos los peros que ustedes quieran -la verdad es que yo le pongo pocos y menos cuando lo comparo con el percal de ahora-, siempre fue envidiado como político en los despachos de Génova 13. Es bien cierto que los ministros del Interior, todos salvo el estrafalario Jorge Fernández y el desconcertante Grande Marlaska, tuvieron ese sello de ser ministros de la democracia más que de un partido determinado. Incluso hubo un tiempo en que Rubalcaba, Mayor Oreja y el consejero vasco Atutxa coordinaban esfuerzos e iniciativas. Aquello pasó. Y hoy, lejos de lo que les traigo, España se prepara para depender una vez más de estos tipos que no tiene más voluntad reconocida que la separación del País Vasco de España y la desigualdad entre sus ciudadanos.

Hoy, tantos años después, y tras el blanqueamiento de Sánchez a Bildu, Otegi declara que la prioridad de su partido es que no gobierne nunca la derecha. Y hasta puede que tenga razón tal y como están las cosas. “Si algo votó el pueblo vasco fue que no quiere un gobierno fascista”, asegura.  La palabra fascista en boca de este exterrorista - ¿se puede dejar de ser terrorista, aunque ya no se asesine? -, está cargada de sospechas, no les parece.    

Pero la realidad es esta. A menos de dos semanas de las generales resuenan en la memoria de este cronista el clamor frente a la sede del PSOE en la calle Ferraz: “No pasarán, no pasarán”. ¿A quiénes se referían, me preguntaba yo? ¿A los millones de españoles que no han votado a Sánchez? ¿En serio? En el 36 pasaron, se quedaron 40 años y Franco se murió en la cama, aunque ahora le hayan quitado la medalla al Mérito del Trabajo. ¡Ay que risa Yolanda Díaz! Y ahora han vuelto a pasar, pero la tropa no va acompañada de la guardia mora del dictador. Otegi a la cabeza, seguido de Pere Aragonés, Junqueras y Rufián. Cierra el desfile Puigdemont, afectado todo él por un ataque de risa mientras se va preguntando, ¿cómo pueden ser tan bobos estos españoles?

Si, claro, me acuerdo de Rubalcaba ahora que Sánchez no quiere hablar con Feijóo, y Otegi y Puigdemont deciden el futuro de la nación que detestan. A los dos los veo en la pantalla de mi televisión. Apago el volumen. Uno sonríe, el otro mira a la cámara con ojos retadores. Los datos aseguran que los independentistas tienen menos votos que nunca, pero ahí están. No, no estoy triste. Sólo un poco alicaído. Eso que uno siente cuando sabe que lo suyo no tiene arreglo. No sé dónde lo he leído, pero qué más da si es una frase que en verdad amerita esculpirse en mármol de Carrara: "No es necesario visitar las letrinas para tener más al alcance los excrementos". ¿De verdad no lo huelen?       

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