Fue Mark Twain quien tuvo la humorada de leer su propia esquela mortuoria. Estaba haciendo una tournée por Gran Bretaña para acumular unas ganancias que facilitaran su patrimonio de escritor, siempre frágil, cuando leyó que en su natal Estados Unidos acababa de publicarse la noticia de su fallecimiento. Su sentido del humor replicó con una nota donde certificaba que la tal noticia de su muerte era prematura.
Me acordé de él cuando leí algunos comentarios ante mi ausencia sabatina en Vozpópuli en los que no sé si por piedad o por aviesos deseos se decía “Descanse en paz Gregorio Morán”. También era prematura, porque mi hora aún no había llegado. Ya me había ocurrido en alguna otra ocasión y no había tenido eco alguno porque entonces los deseos estaban cubiertos por una censura y el despido de La Vanguardia. Lo entiendo; cuando un grande trata de aniquilarte el rebaño opta por el silencio según el principio básico de nuestra vida social: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
En esta ocasión me quedó la experiencia, que es lo único que nos queda a quienes escribimos. Tratamos de evocar, no sé si para asegurarnos de que hemos sobrevivido o sencillamente como una especie de puntillosa partitura de música concreta sobre lo que te puede ocurrir, por más que no se lo desees a nadie, ni siquiera a los contumaces adversarios. Vivimos tiempos borrascosos cubiertos de una espesa niebla que hace que cada cuál sufra y padezca mientras oye desde los minaretes la cansina voz de los imanes de la felicidad tratando de engañarnos con estadísticas y felices días por venir. Pero lo que vive el paciente siempre queda en sordina; apenas se escucha, tal si fuéramos portadores de malos augurios. No entiendo muy bien ese afán por explicarnos que todo va mejor siempre, como si lleváramos el progreso en el trasero a modo de motor, a sabiendas de que la realidad nos aplasta. Si se fijan sucede que la pena y el sufrimiento son individuales e intransferibles pero los entusiasmos están construidos sobre la base de lo colectivo. Sólo escribir o contar nos devuelve a la realidad y ofrece las luces y las sombras que esos imanes de los minaretes tecnológicos tratan por todos los medios de ocultar.
Tengo para mí que estos meses duros nos han convertido en los principales médicos de nosotros mismos; una responsabilidad por encima de nuestros conocimientos
Entré en un hospital con unas hemorragias que no paraban y en apenas un par de horas me daban el alta, que es una variante de salvoconducto para tranquilidad del cumplidor del protocolo, pero de escasa operatividad para el paciente. Apenas salí de una ambulancia, me pusieron en una camilla, me taparon un orificio nasal y me invitaron a marcharme, en taxi o en ambulancia, de preferencia médica el taxi. Como me negué y se trataba de un hospital privado aceptaron la ambulancia. Gracias a ella no destrocé el modo de vida de un taxista porque apenas subido a la ambulancia y tras la recomendación de que si volvía la hemorragia mantuviera una gasa para taponarla y si pasaba media hora sin parar ya podría volver al hospital, accedí a la ambulancia y vuelta a la hemorragia, en ese caso más fuerte aún. De nuevo a urgencias y luego en observación. Taponamiento general de las vías nasales, un procedimiento doloroso que le convierte a uno en una imitación descarnada de la nariz de Tonetti, el gran payaso, y del Hombre-elefante sin los acicalamientos que otorga el cine.
La misión implícita era sacarme del hospital al día siguiente quizá porque los pacientes del no covid debemos ir a desangrarnos o a morirnos, pero en casa, fuera de la responsabilidad institucional. Uno de cada tres de los casi 50 mil fallecidos reales de la covid han terminado en su domicilio. Tengo para mí que estos meses duros nos han convertido en los principales médicos de nosotros mismos; una responsabilidad por encima de nuestros conocimientos.
La insistencia de mi médico de cabecera consiguió que no me echaran el primer día y hasta que me hicieran una transfusión que no estaba prevista en las intenciones de la jefa de Planta. Es curioso, pero volví a recordar la “mili” en aquellos años del cólera cuando un capitán médico, o algo semejante porque nunca logré aprender lo de los escalafones de las estrellas y las puntas, me vio echado en un catre del Acuartelamiento de Reclutas de El Ferral (León) -menos de 5º bajo cero y confinado por la nieve- y ateniéndose a que echaba diarreas sanguíneas -lo que los galenos denominan “melenas”- dictaminó que lo obligado era que a partir de aquel momento no me dieran nada de comer y me internaran en el Hospital Militar de Valladolid. Pasé tres días sin alimentarme de nada, ni comidas ni medicinas, y cuando me depositó la ambulancia en el destino lo único que deseaba era masticar. Abordé a la primera monja, ceñuda y con bigote, porque entonces las enfermeras, o las que ejercían de tales, tenían votos religiosos, lo que se traducía en mucha fe en Dios y escasa en la humanidad. “Nadie pasa sin comer tres días”, dijo, “sería que no te gustaba la comida”. Como llegaba tarde al rancho seguí en ayunas otro medio día.
No sé cuántas veces entraron en hospitales los vendedores de humo que exhiben la “sanidad mejor del mundo”. De seguro que no son ni personal sanitario ni pacientes que sufren la falacia del discurso
La misma sensación que tenía ahora; la de ser observado por una oficial titulada cuya única palabra que me dirigió fue “mañana, el Alta”. “¿Podría estar un día más?, repliqué. No me siento con fuerzas ni para ponerme de pie”. Me dieron el Alta. Apelé al gerente del Hospital ¡privado! pero se remitió a la orden y trató de colarme un discurso sobre el costo del enfermo -¡si pagara 500 euros diarios, se vería!- cortó el discurso e hizo un gesto inequívoco a la enfermera: lo quiero fuera. Llamaron al “segurata” –“llevo 30 años de oficio”, anunció para evitar malentendidos- y así me llevaron hasta una ambulancia. 48 horas más tarde volvía a entrar otra vez. Entonces gracias a la responsabilidad y el rigor de las doctoras de Internos pude ir superando la fragilidad mortuoria de un pulso que desfallecía y una galopante anemia que me postraba. Necesitaron cinco transfusiones sanguíneas entre otras ayudas, pero a la semana ya pude volver a casa como persona.
No sé cuántas veces entraron en hospitales los vendedores de humo que exhiben la “sanidad mejor del mundo”. De seguro que no son ni personal sanitario ni pacientes que sufren la falacia del discurso. Nosotros nos atenemos a lo que es fundamental, único e intransferible. El factor humano, el único que está capeando nuestra precaria sanidad.
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