Después de casi cuarenta años de despliegue autonómico, la ruptura del sistema de partidos a partir de 2014, los sucesos del otoño-invierno de 2017 y la breve pujanza de Ciudadanos presagiaban un cuestionamiento y quizás una modificación sustancial del estado de las autonomías. Desde principios de 2018, el partido naranja matizó su apuesta federal e introdujo propuestas que intentaban limitar la influencia electoral de los partidos sin base nacional, asegurar el acceso sin barreras a la función pública en todo el territorio o recuperar instrumentos constitucionales arrumbados desde su nacimiento, como la Alta Inspección Educativa. El propio PSOE se vio forzado, a regañadientes y tras amagar con la reprobación de la vicepresidenta del gobierno, a apoyar la aplicación del artículo 155; y Podemos daba la impresión de desangrarse por la cuestión nacional, en la que tantas esperanzas de reventar a su competidor socialdemócrata había depositado.
Pero lo mollar estaba por venir: en primavera de ese mismo 2018, Pedro Sánchez llegó al poder a hombros de una coalición informal inédita que, con pocas modificaciones, sigue operando en el Gobierno, y en todo caso ha ocupado estos casi tres años en solidificar; y poco más tarde irrumpía en Andalucía -después lo hizo en el Congreso y en el resto de autonomías- el primer gran partido nacional desde la Transición que impugnaba de manera directa el estado autonómico. Todo parecía apuntar a un estallido.
La jefa real de la oposición no para por el Congreso sino bastante más arriba, en la Puerta del Sol; y diversos barones regionales tienen cotas de popularidad superiores a sus supuestos jefes nacionales
Y, sin embargo, cuatro años después del golpe catalán, a mitad de legislatura frankenstein en el Congreso de los Diputados, y con Ciudadanos desfondado pero Vox creciendo sin freno en casi todas las encuestas y territorios, el poder autonómico resulta que no solo se ha consolidado, sino que se ha convertido en el escenario central de la política española. No sólo es que la pandemia, y en particular la no-gestión del gobierno Sánchez durante la segunda y sucesivas olas del covid, haya convencido a los ciudadanos de que es el nivel autonómico en el que se deciden las cuestiones más importantes; no sólo las que atañen a las burocracias del bienestar y la identidad, cosas ya sabidas, sino las que determinan los derechos fundamentales. Es que los prebostes autonómicos se ha erigido en figuras principalísimas del debate nacional, hasta el punto de que la jefa real de la oposición no para por el Congreso sino bastante más arriba, en la Puerta del Sol; y diversos barones regionales tienen cotas de popularidad superiores a sus supuestos jefes nacionales, no sólo en sus territorios, sino entre militantes y votantes de toda España.
Dentro del descontrol constitucional en el que España se ha internado desde el verano de 2020, las decisiones de las autonomías han resultado ser, en la mayor parte de los casos, la ultima ratio -no solo administrativa-, y sus gerifaltes han encarnado una versión chusca y reticente del soberano schmittiano que decide sobre el estado de excepción. Guste más o menos, y se haya llegado a ello por designio constitucional del 78, in a fit of absence of mind o por una mezcla de ambos mecanismos, la pandemia ha acabado de desnudar la naturaleza casi confederal de facto de nuestro ordenamiento. Y las derechas llegan a este escenario con grandes dosis de confusión: si el poder autonómico les ha proporcionado a su penúltima heroína, Isabel Díaz Ayuso, el encaje conceptual de esta realidad desnuda, más allá de puntuales ventajas tácticas, parece complicado. Hace unos días, durante una entrevista en campaña electoral, el candidato de Vox García-Gallardo se ufanó de sus intenciones de liquidar la Junta de Castilla y León y trasladar a sus funcionarios a las diputaciones o la administración central. No hace falta mucha memoria para recordar que cosas parejas decía Ciudadanos de las propias diputaciones no hace tanto, y aquí estamos.
Por su parte, la porción jacobina, racionalista y universalista de la derecha -o la derecha culposa que dice representar a una izquierda “real”- va a pasar un mal rato asumiendo, no sólo que la oposición real al gobierno Sánchez se hace hoy desde las autonomías, sino que los escenarios de reversión autonómica que el 155 permitió imaginar hace cuatro años no sólo están cerrados, sino que seguramente nunca fueron más que quimeras. Si el escenario parece, hoy por hoy, favorable a las élites regionales disgregadoras -incluyo, claro, a las de izquierdas, que son las que cuentan al final-, sugiero que tampoco se duerman en los laureles: una derecha que aprenda a servirse del poder autonómico para hacer avanzar proyectos culturales e ideológicos -ya tenemos al menos un embrión de esto-, y a cooperar estratégicamente con otras autonomías de parecido signo, puede ser la peor de las noticias para élites nacionalistas que, al cabo, sólo han medrado históricamente con la connivencia del poder nacional.
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