En España ser de derechas o de centroderecha implica exponerse a la acusación de ser fascista, reaccionario. Como señalaba Toni Cantó esta semana, en otros países los artistas "no tienen miedo a posicionarse a la izquierda o a la derecha" pero en España "posicionarse a la derecha tiene un coste”. Por el contrario, lo que caracteriza a la izquierda es su 'buena conciencia’. A la cultura woke se han sumado los herederos ahora aburguesados de una apertura cultural de La Movida Madrileña que buscaba crear una nueva identidad nacional, hedonista, rompedora, y que ahora apuesta más bien por el puritanismo.
El incremento de la corrección política, como antitradicionalismo militante, negación del pasado y precursor del victimismo es un fenómeno global, pero el wokeismo es una ideología que se puede adaptar a prácticamente todos los países: solo hay que identificar una forma importante de opresión en una región o en un colectivo, decir que la gente debería ser más sensible, agregar algunas florituras retóricas, purgar a algunos sospechosos y ya tenemos contracultura progre.
Décadas más tarde, en los años 60, la infantilización o el victimismo se convertirán en una afección característica de las sociedades democráticas
La censura y el puritanismo de la izquierda son paradójicamente ahora mayores que durante la Transición, la militancia contracultural ya estaba presente en la década de los 70 y es parte de la reacción lógica de los últimos años de la dictadura, aunque tiene mucho menos sentido en el presente. Hay una afección propia de Occidente que es consustancial a la corrección política: la contracultura, la rebeldía contra las normas, contra el sistema, que va vinculada a una cierta infantilización. Surge en el periodo de entreguerras y queda recogida en libros como El mundo de ayer, de Zweig. Esta resaca implica la ruptura generacional con el estilo de vida y los valores europeos. Décadas más tarde, en los años 60, la infantilización o el victimismo se convertirán en una afección característica de las sociedades democráticas.
Es un mundo de buenísimos y malísimos, que impregna la cultura de ese aire rupturista y buenista e invita a las consignas tajantes de la tribu, a derribar cualquier jerarquía y desechar todo el legado de nuestra cultura occidental. Frente a esta vanguardia militante, el ciudadano se ve tentado de repetir una exaltación cultural que, recordemos, tiene un componente belicista. Durante la Gran Guerra llamaba a la Guerra de Culturas, un término muy similar al de guerra cultural que hoy empleamos. La alternativa que se nos presenta, ceder, implica la sustitución de la cultura por la tribu identitaria. Vemos a ciudadanos que empiezan a denunciar la cultura de la cancelación, la politización del entretenimiento y la cultura, el abuso de los clichés políticos o el revisionismo histórico.
Ahora se busca imponer la contracultura como un marco normativo en el que los propios artistas han de autocensurarse por su propio bien. Y estos son los progresistas
El hecho de hacer que la cultura occidental ahora se asocie con la contracultura del rupturismo es un síntoma de debilidad y un infantilismo. Al mismo tiempo, el almidón interior de la rigidez moral de la izquierda es una manifestación de su aburguesamiento y su hegemonía. Si las raíces de la contracultura se encuentran en ese rechazo previo al mundo convencional, a lo tradicional, ahora se busca imponer la contracultura como un marco normativo en el que los propios artistas han de autocensurarse por su propio bien. Y estos son los progresistas.
Yo estoy de acuerdo con que el ciudadano debe dar la batalla cultural, reivindicar su espacio en la cultura. Y en esta época de crisis moral, del posmodernismo, cada vez hay menos sitio para tibios o moderados. Pero aún hay que eliminar los restos del sentimiento de culpabilidad que está imponiendo la socialdemocracia sobre las nuevas generaciones, el rechazo del supremacismo y del pasado que, curiosamente ya no nos constituye, porque ahora se ha sustituido por la identidad. Nadie puede desear llevar para siempre el estigma de los hombres infames, sin embargo, hay que aceptar correr el riesgo para no acabar como curas doctrinarios.
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