Ya ni sé qué día de la cuarentena es. Soy consciente de que han muerto más de veintitrés mil personas, pero no soy capaz de precisar el número exacto, y eso me avergüenza. No entiendo bien las fases del plan de desescalada del gobierno. La cero, la uno, la dos, la tres, la cuatro. Eyección.
Recorro farmacias buscando mascarillas y guantes, que ni siquiera son para mí, pero que amontono como un arsenal con el cual defenderme. Todo me imanta y me aleja del mundo envasado al vacío al que me he acostumbrado.
A fuerza repetírmelo en todos los días —quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa— ya no sé si quiero cruzar la puerta o quedarme ahí dentro. No quiero tener razón ni dejar de tenerla, no quiero quedar por Zoom, tampoco unas vacaciones en Canarias ni una cena con mamparas.
A fuerza repetírmelo en todos los días —quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa— ya no sé si quiero cruzar la puerta ...
No quiero ser optimista ni pesimista, no me da la gana de aplaudir y mucho menos de lanzar improperios.No quiero pasar revista al barrial mediático tampoco que el secretario de Estado comente las portadas de los periódicos en las ruedas de prensa sobre la epidemia. No quiero que el Gobierno me mienta, pero tampoco que me diga la verdad, porque tampoco la daré por buena.
Esta mañana, mientras marcaba el número del (tele)entrevistado de esta semana, mi IPhone me hizo llegar un vídeo con música festiva. Editó una selección de las fotos de mi verano pasado. Eligió los encuadres más alegres: una playa que puede que no vuelve a ver de esa forma, un bar que seguramente ya habrá echado el cierre y un hotel que quizá ahora esté medicalizado.
La nueva normalidad se acerca, así lo dice el Gobierno. Quizá tenga que cambiar el nombre de este diario. No me veo capaz de beber un vermut con mascarillas.
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