Vengo de un mundo en que abundaban los remiendos, los apósitos, los zurcidos. La detección tardía del ojo vago redundaba en la existencia de un porcentaje en absoluto irrisorio de niños que se veían obligados a llevar durante años el ojo sano parcheado. Tampoco eran inhabituales, por seguir con la oftalmología, los lentes de culo de vaso, a los que sólo los bifocales superaban en fealdad.
Entre los fallos más comunes de los cineastas a la hora de recrear los años setenta, figura el hecho de que, cuando de gafas se trata, suelen limitarse a la montura, cuando en verdad son los cristales, y las patologías oculares que en ellos subyacían, los que mejor retratan el salto operado por el progreso. Qué decir de las alzas de palmo y medio para estabilizar los andares de quien había nacido con una pierna más corta, o de las botas con fijaciones de hierro que trepaban por la espinilla hasta ceñir la rodilla o la cadera, y que se empleaban para corregir desviaciones posturales.
Cualquier escritor de literatura infantil de nuestros días trataría de endulzar esa realidad invocando, por ejemplo, el envidiable aspecto de cyborgs de los niños de entonces, "precursores", un suponer, "de los terminators de hoy en día". Y llevaría razón, claro, aunque por razones equivocadas, pues esa envidia no podría aludir a nada que no fueran las carencias de la generación de mis padres, que no conocieron esos avances, o a la de mis abuelos, atravesados por un tiempo y un país donde el solo hecho de saciar el apetito a voluntad atenuaba cualquier fatiga, por severa que ésta fuera.
El imperativo categórico de allanar la vida a quienes sufren (y digo sufren, en efecto, y no presentan) una incapacidad, nos ha llevado a desfigurar la incapacidad misma
A mis 9 años, en definitiva, en la clase de 4º de la Escuela del Bosque, curso 76-77, ser enano, tartamudo, corto de entendederas o un revoltoso impenitente (el TDAH estaba por llegar) era una putada, y ello con independencia de la crueldad que en ocasiones desataban esa clase de rasgos (según mi experiencia, y salvo por el desalmado de rigor, adoptábamos una actitud más bien compasiva que, por lo general, se traducía en una cierta naturalidad en el trato.)
En la actualidad, el imperativo categórico de allanar la vida a quienes sufren (y digo sufren, en efecto, y no presentan) una incapacidad, nos ha llevado a desfigurar la incapacidad misma, ortopedizándola hasta el paroxismo. En el afán de integrar en nuestro círculo afectivo a quienes, tiempo atrás, eran objeto de burla, hemos tendido, por un lado, a la negación (la palabra enfermedad, por ejemplo, está cada día más proscrita, y en su lugar se impone -a menudo literalmente- el término 'condición' -que rima sospechosamente con 'bendición'-, e incluso sintagmas que evocan la nuevalengua orwelliana, como 'vivencia diferencial').
El segundo efecto es la exaltación, y enlaza con la fascinación androidiana por la que apostaría nuestro hipotético autor friendly. El caso es que no hay día en que no salga a la palestra un ciego, un autista o un impedido para dar una lección a la humanidad, mas no en virtud de su arrebatadora lucidez, sino de la superioridad moral de que se hayan imbuidos como consecuencia de la celebración casi eucarística que motivan sus, sabrán disculparme, deficiencias.
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