Calle Núñez de Balboa, un territorio minado. El que ponga un pie en esa acera y en ese tema se resbalará en el artefacto del prejuicio. Algunos caen en el brochazo de los cayetanos y los pijos, como si la pertenencia a un determinado colectivo los apeara al derecho del hartazgo. Como si fueran jubilados, panaderos, joyeros, judíos o catalanes. Lo que desautoriza su protesta no es su clase social, su lugar de residencia o su oficio, sino la violación de un confinamiento que todos mantenemos por nuestro bien y el de los demás.
Pero sobre el asunto Núñez de Balboa hay algo más: una espina que me duele y que, por ser este un diario a título personal, defenderé. En una crónica publicada este viernes por el diario La Vanguardia, un apartado hacía referencia a la colonia venezolana implantada en el barrio de Salamanca. Se referían a ellos como “la pequeña Caracas se rebela”. La redacción daba a entender que una venezolanidad migrante, equiparable a la “aristocracia” madrileña, había salido a golpear cacerolas.
Ojalá todos los venezolanos que abandonaron su país vivieran en el barrio de Salamanca, pero me temo que no...
Sentí una traza de xenofobia en aquella nota, como lo sentí en un tuit del escritor Manuel Rivas, que recriminaba a los venezolanos haber traído “su guerra” a España. Que incumplan el confinamiento, en su caso, es tan grave como el de cualquier español, pero no es su venezolanidad lo que los incrimina. Y aquí estamos, en el día número 62 de estado de alarma, arrojándonos estiércol en medio de una cortina de humo que apesta a elitismo de politburó. Os recuerdo que no si quiera sabemos exactamente el número de personas que han perdido la vida a causa de la epidemia.
Ojalá todos los venezolanos que abandonaron su país vivieran en el barrio de Salamanca, pero me temo que no. Cientos de ellos pedalean entregando paquetes y pedidos de Globo. Muchos, reinventados a la fuerza en hosteleros, están confinados ahora con sus facturas y deudas. Temen haber nadado tan lejos para morir en la orilla de la demagogia de la que huyeron. Y que los estigmatiza ahora.
Para el ministro Garzón los hosteleros no son trabajadores, los ve como siervos de la Gleba
El asunto son los prejuicios. El ejemplo de la venezolanidad, que me compete, se extiende a otras obcecaciones. Se trata de pensamientos o ideas, a priori libertarias, tolerantes y comprometidas, que encierran un pensamiento de cafetín universitario, además de un paternalismo casi arquetípico de la izquierda y que lleva a la ministra del Trabajo a dar por hecho que los vendimiadores o trabajadores que recogerán las cosechas viven entre alambradas y son tratados como esclavos, e incluso el ministro Alberto Garzón, que mira con desdén el sector de la hostelería por considerarla precaria y sin valor añadido.
Anda, mira que un país de camareros… Y a mucha honra, bachiller Garzón. El trabajo y el oficio no desmerece a nadie. Pero ese no es el punto, hay algo mucho peor, un doble prejuicio: para el ministro Garzón los hosteleros no son trabajadores, los ve como siervos de la Gleba. ¡Espabile, ministro, que ya no hay obreros, lo que hay son autónomos! Me gustaría saber si cuando le sirven un café, Garzón los mira con pena, condenados a un destino ancilar. De la teórica fabril y la épica de la clase obrera al prejuicio del tipo María Antonieta. Si no hay pan, que coman pasteles. Cuidado con los prejuicios, porque un buen día se pueden girar en contra del que se cree por encima del bien y el mal.
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