Sostiene el historiador norteamericano Timothy Snyder, en la primera de las “veinte lecciones del siglo XX” reunidas bajo el título de Sobre la tiranía que la historia no se repite, pero nos instruye recordándonos de qué son capaces los hombres en sociedad y a que posibilidades se abre la conducta humana. De ahí que nos ponga en guardia, por ejemplo, contra lo que él llama la “obediencia anticipada” y nos advierta, certero, de que, por lo general, el poder del totalitarismo se consiente libremente y de que, en épocas como esta, los individuos discurren por anticipado qué querrá un gobierno más represivo y proceden a ofrecérselo sin mediar consulta, ni petición. Y sucede, según escribe Patrick Boucheron en El tiempo que nos queda (Cuadernos Anagrama, Barcelona 2024), que un ciudadano que se adapta a esa querencia le está mostrando al poder hasta dónde puede llegar.
El poder del totalitarismo se consiente libremente y de que, en épocas como esta, los individuos discurren por anticipado qué querrá un gobierno más represivo y proceden a ofrecérselo sin mediar consulta
La cuestión siguiente es “averiguar ¿quién vela allá arriba o en el fondo de nuestra alma para que obedezcamos siempre, como insensatos, al demonio del contratiempo”. De estas actitudes de “obediencia anticipada” empiezan a brotar ejemplos por doquier también entre la tropa periodística dispuesta a prodigar elogios al presidente y preparar los caminos del Señor porque han probado la desafección y comprobado que no sale a cuenta. Rafael Sánchez Ferlosio señala, en uno de los pecios compendiados en su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, que estar a la altura de los tiempos o ir con el signo de los tiempos, sabiendo que nadie puede sustraerse a la servidumbre de tener que sufrirlos y aguantarlos, equivale a estar movido por un temor rastrero que impulsa a evitarles a los tiempos hasta una mala cara, un gesto de impaciencia, o aún el más leve ruido que les turbe el sueño.
De modo que se buscan refugios donde el pensamiento sea inexpugnable mientras se mantiene obediencia ciega y anticipada a los dirigentes, que siempre acaban por ponerse al servicio de lo que como intelectuales hubieran debido prevenir. El caso es que no deberíamos subestimar el poder de seducción de aquellos a los que combatimos. Así, el mariscal Montgomery -personaje clave de la Segunda Guerra Mundial porque, gracias a su victoria sobre Rommel en El Alamein en 1942, los aliados recuperaron la iniciativa en el momento de máxima expansión del Eje- cuando asumió el puesto de comandante en jefe y advirtió hasta qué punto las fuerzas británicas tenían mitificada la figura del general alemán, dedicó sus primeros y más decididos esfuerzos a destruir esa imagen, como paso previo para lograr su derrota en el campo de batalla. Consciente como era de que la adicción a la catástrofe promueve un vago sentimiento capaz de adormecer cualquier deseo de pasar a la acción.
Volviendo al plano político, aclaremos que, del mismo modo, mientras Pedro Sánchez siga aureolado por el prestigio del vencedor imbatible que sus adversarios políticos le reconocen en todo momento, nada eficaz podrá hacerse para desahuciarle de la Moncloa. En épocas anteriores y en todo distintas los pardólogos entendieron la necesidad de proceder por etapas. La primera fue la de establecer que Franco era hombre; la segunda, otorgarle la condición de mortal. Por ahí llegamos al hecho biológico esperado.
También averiguamos en los debates de esta vigésima Jornada el prestigio de la escasez, que es lo que mantiene indemne a las crisis el sector del lujo como sostenía Pirucha Cano, primera directora de Cartier en España, para quien si sus relojes -sin merma de una millonésima de exactitud- se vendieran en los supermercados de Alcampo perderían el prestigio que multiplica su valor.
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