Opinión

Ociosidad degradada

Bertrand Russell sostuvo que la identificación del trabajo como una virtud había causado enormes daños en el mundo moderno

En su novela La lentitud, Milan Kundera se pregunta por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud, que es el placer del paseante, quiere saber dónde estarán los héroes holgazanes de las canciones populares y recuerda un proverbio checo que define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Concluye que quienes las contemplaban no se aburrían; eran felices.

Cuestión distinta es que, en el mundo de estos días, la ociosidad se haya degradado para devenir desocupación, lo cual es algo muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta. En misma esa línea, Bertrand Russell en su libro Elogio de la ociosidad reconocía haber sido educado como casi toda su generación en aquello de que "la ociosidad es la madre de todos los vicios". Pero, con el paso de los años, dio en pensar que se había trabajado demasiado en el mundo; sostuvo que la identificación del trabajo como una virtud había causado enormes daños en el mundo moderno; y concluyó que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasaba por una reducción organizada de aquél. Por eso, Ramón Gómez de la Serna podía escribir a Arturo Soria y Espinosa que “la ociosidad, más o menos hambrienta, es la mayor suculencia del espíritu”.

El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido

En La lentitud queda desvelado el vínculo secreto que relaciona la lentitud y la memoria, así como también la velocidad y el olvido. Para confirmarlo basta la prueba del paseante que camina por la calle. Si quiere recordar algo que se le escapa, afloja el paso. Por el contrario, si intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle, lo acelera sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él. En la mecánica existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.

Jean Baudrillard evoca la velocidad de liberación que necesita adquirir un cuerpo para salirse de la fuerza de gravitación de un astro o de un planeta en su libro La ilusión del fin, donde establece que la aceleración de todos los intercambios, económicos, políticos, sexuales, nos ha conducido a una velocidad de liberación tal que nos hemos salido de un espacio-tiempo determinado, en el que lo real es posible porque la gravitación todavía es lo suficientemente fuerte como para que las cosas puedan reflejarse, y por lo tanto tener alguna duración y alguna consecuencia. A su entender, cada acontecimiento, a través de su impulsión de difusión y de circulación total, es liberado únicamente respecto a sí mismo: cada hecho se vuelve atómico, nuclear, prosigue su trayectoria en el vacío. Sucede que, para ser difundido hasta el infinito, tiene que estar fragmentado como una partícula, única forma de ser acelerado hasta alcanzar una velocidad de no retorno, que lo aleja definitivamente de la historia. Así que cada conjunto, cultural, incidental, precisa ser fragmentado, desarticulado, para entrar en los circuitos de difusión. Cada lenguaje debe resolverse en un dispositivo binario para circular no ya por nuestras memorias sino por la memoria electrónica y luminosa de los ordenadores. Su conclusión es que no hay lenguaje humano que resista su difusión planetaria. No hay sentido que resista su aceleración. No hay historia que resista el centrifugado de los hechos, o su interferencia en tiempo real. ¿Entendido?

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