Cada noche igual. Se dormía a golpe de caídas bruscas de barbilla, en posturas incómodas, sentada y con los brazos cruzados en el sofá. Esperando que todos llegaran a casa para poder echar la llave a la cerradura y poder respirar tranquila, ahora sí, tumbada en la cama. Su jornada continuaría, no mucho más tarde, al son del primer despertador que interrumpiera su insomnio, a eso de las seis de la mañana. Reincorporarse en el borde de la cama, desperezarse, colocarse las zapatillas, aligerar el paso hasta la cocina e ir preparando todos los bocadillos y ‘colacaos’. Los dejaba en fila en el mármol, en el orden que los había parido: primero José, luego las niñas.Hacía el camino a la inversa por el pasillo, e iba de habitación en habitación avisando de la hora, por turnos, sin alborotos, para que no se apelotonaran en el baño y hubiera riñas. Les engañaba con diez minutos de más, igual que ella se engañaba con el reloj de su muñeca creyendo que así aprovechaba más su tiempo. Iba a los armarios, preparaba la ropa para cada uno, cuadrando combinaciones, y dejándola a los pies de cada cama para que la encontraran cuando salieran de la ducha. Estos se van en autobús, estas las lleva hoy Juanma a la Renfe, que le pilla de paso al trabajo, y a esta la tengo que llevar en coche porque no hay conexiones.
Cuando todos durmamos, ella seguirá con el propósito de limar, pulir y barnizar cada una de sus imperfecciones en sus niñas, para que a ellas nunca les huelan las manos a lejía"
Cada día el mismo recorrido en coche, con prisas, dejando a la última en la puerta del colegio, sin aparcar, para volver a casa y seguir con su lista de tareas pendientes. En cada semáforo en rojo aprovecha y ordena ideas y preocupaciones en su cabeza, a base de ligeros toques con los dedos en sus labios y la mirada echada al cielo. «Si hago mañana la colada de oscuro, no estarán limpios los chándals para el jueves». Antes de subir a casa, compra cuatro barras de pan, seis cartones de leche y una docena de huevos. «Un par de tortillas de patatas para la noche». Descarga las bolsas en la cocina, dobla concienzudamente las bolsas, como si fuera una camiseta más de las que se le acumulan en la cesta de la ropa, y las guarda en la despensa, junto a la leche y los huevos. Solo quedan dos horas para que vuelvan a comer. «Quería dejar las tortillas hechas y casi no me da tiempo de dejar la comida del mediodía». No tiene tiempo para lamentaciones, algo improvisará.Vuelve al colegio, recoge a las niñas, les da de comer. Corre, el postre. No te muerdas las uñas, te lo tengo dicho. No te olvides de lavarte los dientes. Échate un poco de colonia. Péinate, que parece que vengas de la guerra. ¿Otra vez te has manchado el pantalón? Si te lo lavé ayer. Las manos, rojas de frotar, aún le huelen a lejía.Las deja en el colegio, cogiendo el atajo de carretera que se ha aprendido a base de años, para que le dé tiempo de llevarlas a todas. Al mediodía no hay servicio de bus escolar. Y mejor que coman en casa, que así sé lo que me comen. A la vuelta, cuando deje limpia a fondo la cocina, se prepara un café con leche condensada y va al sofá. Deben de ser las cuatro. Apenas se sienta del todo, ocupa solo el borde, y se dispone a tomar su momento. Va a pintarse las uñas, «son tu carta de presentación», de rosa clarito, antes de que se acerquen las cinco y deba volver a la puerta de cada colegio.A la vuelta, en la radio, hablan de pensiones, de paro juvenil, de pérdida de talento, de hay qué ver qué mal la vida y qué mal el trabajo. «Por qué no cotizo, trabajo más de ocho horas, por qué lo mío no es un trabajo». Qué dices, mamá. Nada, hija. Volverá a casa, ayudará a los deberes, «estudia hija, no dependas nunca de nadie», preparará la cena y volverá a quedarse con la boca abierta, muda, en el sofá, a esperar que los demás lleguen para echar la llave e irse a dormir. Cuando todos durmamos, ella seguirá con el propósito de limar, pulir y barnizar cada una de sus imperfecciones en sus niñas, para que a ellas nunca les huelan las manos a lejía.
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