Fue hace dos años cuando se escuchó decir a Fernando Simón aquello de “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado” -con lo fácil que hubiera sido “no sabemos lo suficiente sobre la transmisibilidad y patogenicidad de este nuevo virus y debemos mantener la alerta”-. Casi superada la sexta ola, estamos a expensas de si el protagonista de nuestra historia reciente nos deparara nuevas variantes que recompongan su amenaza. Será probable que ocurra, por pura probabilidad matemática. En esa expectativa, ya hay algunas lecciones que deberían tomarse como obvias.
No teníamos la mejor sanidad del mundo. Ha sido el mantra que gobiernos de todo tipo han galleado a los vientos una y otra vez. Como si la mera existencia de un Sistema Nacional de Salud fuera condición suficiente para ello. En realidad, ya bastante antes de la pandemia había suficientes motivos como para pensar que las cosas no podían seguir así. Contar a la gente que lo de aquí era lo mejor, cuando en la mayoría de los países de nuestro entorno la funcionalidad y las prestaciones al alcance de los pacientes eran notoriamente mejores, ha sido un fraude político más. Presupuestos menguantes, que apenas suponían un 6% de nuestro PIB. Falta de objetivos políticos, bajo la asunción de que la sanidad no ofrece juego electoral. Pérdida progresiva de calidad asistencial, por más que se esforzarán los profesionales. Retrasos en el acceso a los tratamientos, déficits de equipamientos. Inequidades, rigideces organizativas, ausencia de planificación y criterios armonizadores. Y sobre todo, una desaparición absoluta de líneas de reforma -sanidad basada en el valor, apreciación de los resultados en salud al nivel de los pacientes- como metodologías de mejora. Aquí se ha confundido universalidad con publificación, y el resultado ha sido una constante depauperación de las capacidades sanitarias de nuestro país. Llegó la pandemia y a duras penas se mantuvo en pie lo que teníamos. Imprevisible, sí. Pero prueba del algodón.
Hay un Ministerio que no sirve ni para compilar una tabla. Parte de los graves problemas de nuestra sanidad se derivan de su propio modelo de organización política. Como dijo hace unos días el exministro Julián García Vargas en un acto en el Congreso, “tenemos un sistema interautonómico en lugar de un verdadero Sistema Nacional de Salud". No hay nada más que lo que agregan las comunidades autónomas, cada una a su manera, ni se identifica un ente que establezca líneas de mejora comunes. Durante la pandemia, el Ministerio de Sanidad ni siquiera ha sido capaz de llevar los números. Las tablas que se publican de lunes a viernes -indigna la holganza del fin de semana estando las cosas como están- ni siquiera han representado autoridad bastante como para reflejar una armonización de los datos que se remiten desde las regiones. Tal vez el primer decreto ley de todos debiera haber sido el que ordenara cómo y cuándo disponer de las cifras de evolución e impacto, mandatorio para las 17 comunidades. Ni de eso fue capaz el Ministerio, un cascarón vacío. El resultado es que España está a día de hoy incapacitada para saber con exactitud qué ha pasado durante estos dos últimos años. No hablemos ya de cómo las cifras de incidencia y mortalidad se falsearon deliberadamente durante la mayor parte de 2021, para que nuestro país no figurara en el podio de los peores.
Cogobernanza es escapismo. A Illa se le eligió ministro por la única razón de que alguien del PSC debía estar sentado a la vera de Sánchez en el Consejo, y ya estaba nombrado cuando llegó el virus. Adoptó un personaje y aguantó hasta que el enjuague electoral catalán le libro del cáliz. La decisión consecuente del presidente no fue sustituirle por alguien que supiera algo de sanidad, en medio del mayor problema de nuestra historia, sino por una Darias cuyo mayor cometido político había sido el de intentar pastorear a las comunidades autónomas en su anterior desempeño como ministra de Política Territorial y Función Pública. Fue la constatación de que a Sánchez le importaba nada qué fuera a pasar con el virus, y sí mucho cómo eludir responsabilidades fiándolo todo a lo que hicieran los servicios autonómicos de salud. Por más que Darias utilice hoy expresiones pretendidamente técnicas como “grupos etarios” en lugar de “grupos de edad”, la carencia de coraje político y sanitario en el Ministerio sigue siendo palmaria. Hubo una oportunidad para otro tipo de liderazgo. Pero se demostró que lo relevante era inventar una palabra, cogobernanza, como sinónimo vergonzante de ahí os las compongáis.
No hubo ni una sola estrategia encaminada a mejorar la información social, a capacitar al ciudadano en su propia responsabilidad
Se prefieren súbditos que personas libres y responsables. Durante el primer año de pandemia había que mirar el BOE cada mañana para saber qué se podía hacer y qué no. No hubo ni una sola estrategia encaminada a mejorar la información social, a capacitar al ciudadano en su propia responsabilidad. Ahí tuvimos a RTVE, que apenas acertaba a poner cuatro infografías mal hechas, cuando debería haber sido intervenida y dedicada en exclusiva a proporcionar un conocimiento objetivo y de carácter útil sobre lo que estaba pasando. La base de la respuesta a la amenaza siempre ha radicado en la responsabilidad personal, porque estamos ante un virus que medra a través de los hábitos sociales y la convivencia humana. Es imposible no asumir que todo tuvo una intencionalidad política en el absurdo dirigismo con el que se quiso combatir. El Estado es el que cuida de ti, el que te dirá hasta cómo tienes que respirar. Quedó empíricamente demostrado que aquellos países que más fortalecieron las decisiones civiles fueron los que menos impacto pandémico sufrieron.
Tantas cosas parecían relevantes y no han servido para nada. La escasa calidad en la toma de decisiones tiene también que ver con el papel que se le ha permitido jugar a la discrecionalidad y al abuso de poder, dicho sea sin ambages y recordando la inconstitucionalidad de confinamiento. Decían que la pandemia venía sin libro de instrucciones. Un libro, siquiera a modo de apuntes, lo hubiera podido proporcionar ese grupo de expertos que nunca se reunió, por más que fabularan Sánchez, Illa y Simón sobre su supuesta existencia. El caso es que en España hay magníficos expertos en salud pública, y ese comité podía haber cristalizado en la reunión de los mejores de ellos conectados por Zoom cada mañana. Ni eso fue posible. A la ciencia se le piden certezas, y no siempre las tiene. Lo que sí parece certeza inamovible es que allá donde la política sin escrúpulos pueda entrar, saldrá cualquier expresión del sentido común.
Lo que se ha visto en el plano opinativo -sí, meramente opinativo- ha sido en muchas ocasiones estomagante. Hacer de la epidemiológica un nuevo entretenimiento para las masas
El infoentretenimiento constituye otra pandemia. Algunos pensábamos que conforme avanzaba la pandemia, no sólo se iban a esterilizar los pasamanos del metro, sino el plantel de opinadores de algunos medios de comunicación. En los primeros momentos tuvimos periodistas afectos a la verdad oficial por encima de cualquier evidencia, epítome de lo cual fue aquel Lorenzo Milá diciendo que “estamos hablando de un tipo de gripe del que se curan la gran mayoría de las personas que se han infectado. Pero chico, parece que se extiende más el alarmismo que los datos”. Chico, lo peor vio después. Los asalariados de la tragedia. Incluso médicos que vieron la ocasión de que cualquier programa de entretenimiento les pagara una dietilla, o incluso los que aspiraron a hacerse youtubers. Lo que se ha visto en el plano opinativo -sí, meramente opinativo- ha sido en muchas ocasiones estomagante. Hacer de la epidemiológica un nuevo entretenimiento para las masas, el signo de un tiempo desquiciado.
Política sanitaria es también política. Ayuso es quien mejor lo entendió. Tiene el perfecto equipo técnico en la sanidad -doctores Ruiz Escudero, Zapatero, Andradas y Prados, entre otros-, pero precisamente por eso sabe que la protección a la salud es algo que se desarrolla en una sociedad y tiene condicionantes de todo tipo. No es complejidad que se pueda simplificar en la idea de que hay que hacer compatible salud y economía, frase banal donde las haya. Es que la política sanitaria no puede desempeñarse en ausencia de valores, criterios adecuados y sentido común. Lo que sirve para otros ámbitos, también en este. Datos cantan en la Comunidad de Madrid, donde queda demostrado que lo que en tantas ocasiones se necesita es una base técnica solvente y un gran sentido político, en la mejor acepción del término, de quienes la deban aplicar.
En Twitter se encuentran los mejores representantes de una visión heterotópica que es enriquecedora, y que a menudo nos ofrece una perspectiva mucho más fiable que la que aportan sesudos epidemiólogos
Saben más algunos que antes no sabían nada. Si la nómina de cantamañanas que asoman en televisión es insondable, también lo es, en un sentido mucho más edificante, la de quienes no tenían casi idea de qué era un virus y hoy nos ofrecen análisis certeros de lo que está pasando, aportaciones que destacan por su brillantez y solvencia. En Twitter se encuentran los mejores representantes de una visión heterotópica que es enriquecedora, y que a menudo nos ofrece una perspectiva mucho más fiable que la que aportan sesudos jurisconsultos en materia epidemiológica. Perfiles que provienen de áreas muy diversas, pero que son capaces de interpretar fenómenos a partir de los datos que los describen, con frescura y osadía. Toda una cura de humildad, y una demostración más de que las ciencias biomédicas pueden enriquecerse mucho si son capaces de mirar más allá y salir de su frecuente autarquía.
Las reformas se deberían hacer ahora, o no se harán nunca. Jamás se ha hablado tanto del sistema sanitario como ahora. Jamás se ha apreciado tanto la necesidad de que evolucione y mejore. De que se haga fibroso, eficaz, que pierda rigideces y gane en funcionalidad. Que oriente su trabajo hacia los resultados en salud. Que sea más innovador, que esté mejor financiado y que se gobierne con profesionalidad. Que no pierda energías en solventar procedimientos, que no frustre su misión descomponiéndose en formalismos, que rinda cuentas. Que disponga de modelos de toma de decisiones solventes y transparentes. Que gane adhesión civil y que evolucione en una sociedad que sepa dotarle de medios y le otorgue prioridad política. Es un ahora o nunca. Malicio que será, en efecto, nunca.
Es perentorio actuar sobre la patología relegada. Debería reformarse cuanto antes, sí, pero al mismo tiempo hay que solventar el gran daño que ha hecho un virus en enfermedades no transmisibles, como el cáncer, las cardiovasculares, inmunomediadas, respiratorias, neurológicas, en salud mental… Es inacabable la tabla de demoras asistenciales, epifenómeno de la crisis de estos dos años, y que están endosando aumentos en la mortalidad, prolongación de la cronicidad y frustración y miedos en los pacientes. Hay soluciones; sólo hace falta dotarlas y buscar una manera de reincentivar a los profesionales, hoy exhaustos, para que con ellos se pueda recomponer el puente de mando y evitar que el rastro de la pandemia también quede constatado en un empeoramiento más amplio de la salud de la población.
No sabemos cuándo terminará esto, pero sí cómo. La incertidumbre fundamental que hoy tenemos sobe la pandemia es si tendrá una nueva variante como protagonista. Es probable que ocurra, y algo más llegará igual que ómicron apareció casi sin darnos cuenta. Ley biológica frente a la que nada se puede hacer. Pero lo que hoy podemos tener muy claro es que, dure esto lo que dure, el éxito frente a la amenaza consiste única y exclusivamente en separar su impacto epidemiológico de su impacto clínico. Poner un cortafuegos que impida que, a mayor incidencia, haya mayor mortalidad, y con independencia de las características de la nueva tipología viral. Ese cortafuegos son las vacunas, los tratamientos, los protocolos asistenciales y de detección temprana de casos, y la mejora de la responsabilidad individual. Eso es lo que nos otorgará la victoria. Ya está tardando ese plan sanitario de refuerzo de las capacidades clínicas y preventivas frente al coronavirus. Queda al menos un año, hasta el invierno próximo, en el que seguiremos amenazados. Pero enormemente más capacitados para responder a la amenaza. Convendría tomar la delantera, lo que no se ha hecho durante estos dos años.
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