Puede decirse que todo empezó allá por 1898, nuestra última guerra contra un tercero, aunque venía de antes. Hasta entonces, la obsesión de las grandes naciones europeas era que España no volviera a ser una gran potencia, que se quedara como mucho en un actor secundario, que no compitiera con ellas. Pero entonces se procedió a dar un paso más: la mejor manera de que España no contara en el mundo era dividirla o al menos que estuviera permanentemente ocupada luchando contra sí misma. Las guerras carlistas a lo largo del siglos XIX probablemente fueron la fase preparatoria de este proceso (todavía está pendiente el estudio de “todas” las causas que se encontraban detrás) y de hecho consiguieron en parte su finalidad: que estuviéramos peleando entre nosotros y gastando dineros y energías para acabar lo suficientemente débiles como para no poder resistirnos al despojo de nuestras tierras de ultramar (también ayudó a este objetivo el “curioso” asesinato de Cánovas del Castillo). Sin embargo, a pesar de ello España sorprendentemente resistía tanto económica, política como culturalmente, así que había que dar un paso más: dividirla territorialmente. Para ello había que resucitar un viejo catalanismo falsario, difuso, egoísta y fracasado (a Cataluña cuando le había ido mejor económicamente era con Felipe V) y “crear” un nacionalismo vasco de nuevo cuño hasta entonces inexistente. ¿Por qué Prat de la Riba y no Eugenio D’Ors? ¿Por qué Sabino Arana y no Unamuno? Basta mirar a la bandera vasca ―y buscar sus semejantes―, que viene de ese tiempo, para intuir quiénes podrían estar interesados en impulsar ese proceso.
Somos uno de los veinte mejores países del mundo para vivir, y modelo a imitar. España se convierte de nuevo en una amenaza. Hay que bajarle los humos
Pero este proceso no podía tener éxito sin el concurso de los “hispanobobos”: gran parte de nuestros intelectuales y políticos se sumaron al proyecto. Había que instalar un clima de pesimismo patrio (la generación del 98 cumplió fantástica e ingenuamente su papel) y buscar culpables internos por doquier, uno muy claro fue el pobre Alfonso XIII, que poca culpa tenía de nada. Pero esto es otra historia. Luego vino la II República. Pronto los buenos augurios (con Ortega, Machado y Marañón de padres intelectuales poco podía salir mal), se tornaron en nuevas luchas internas absurdas e incomprensibles: desde la quema de conventos a revueltas sociales o la proclamación de repúblicas territoriales. Todo acaba (¿cómo no?) en una guerra civil que en realidad, una vez más, fue el campo de pruebas de potencias europeas, sin que casi nadie se percatara de este hecho (hasta el día de hoy). Llegó el franquismo. Nadie vino de Europa a derrocar a Franco (ni siquiera Rusia). Una España alejada del concurso de las democracias europeas resultaba cómoda para el objetivo de siempre: alejarnos del poder geoestratégico del mundo. En este caso, sirvió además para obligarnos a asumir el papel instrumental que le convenía en aquel momento a los Estados Unidos.
Sin embargo, pasado el tiempo, una vez más, volvemos a asombrar al mundo: nuestra economía mejora (sin plan Marshall) y la transición política es todo un éxito en “todos” los ámbitos: somos uno de los veinte mejores países del mundo para vivir, el primero en trasplantes, el segundo en esperanza de vida, uno de los mejores sistemas sanitarios y de pensiones. España vuelve a servir de modelo a imitar y por tanto de nuevo se convierte en una amenaza. Hay que bajarle los humos. Primero el terrorismo etarra cumple su función en este sentido. Luego le sucede el “procés”. Y ahora viene la tercera fase: Navarra, el viejo reino, absorbido incomprensiblemente por sus antiguos vasallos.
Si se rompe España, se rompe Europa, que es lo que buscan los tres jinetes que planean dividirse este mundo, falsamente global, en zonas de influencia
Podría equivocarme y ser todo fruto de la casualidad, pero ¿no es de tontos creer en casualidades? ¿Por qué justo cuando mejor nos va nos dedicamos a autodestruirnos y a sembrar odio y cizaña entre nosotros? Podríamos ser simplemente un país de bobos, no hay que descartar esta posibilidad. Y de hecho, algunos van diciendo que no hay de qué preocuparse, que será como otras veces. Pero ahora existe una segunda dimensión que suele ignorarse: la operación “romper España” es la primera fase de otra operación de más calado: “romper Europa”. Hemos contagiado a Europa nuestra ingenuidad y bobería, y la Europa boba no ve de qué va todo esto. Si se rompe España, se rompe Europa, que es lo que buscan los tres jinetes que planean dividirse este mundo, falsamente global, en zonas de influencia. Al cuarto han decidido al parecer dejarlo amarrado a un poste. Y ¿qué hacemos para evitar este proceso? En España seguimos mayoritariamente despreocupados, apoyados en la barra de un bar, al grito de ¡otra de gambas! En Europa, miran a otro lado cuando se trata de proteger derechos de ciudadanos no separatistas, critican a nuestros brillantes jueces como si fueran aprendices… En resumen, tocan la flauta con una mano mientras con la otra empujan a quienes tratan, aunque sea sin saberlo, de destruir el barco.
Durante siglos nos han vilipendiado y despreciado nuestra historia (leyenda negra), pero esta vez toda Europa está en peligro. Ya va siendo hora de que alguien nos despierte de tanta ingenuidad y bobería.
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