Opinión

Opinión pública independiente: esa entelequia

Lo que me empieza a asustar es cuando la gente ignora algo tan básico como la diferencia entre explicar y justificar

Nada sale gratis. Disfrutamos de las ventajas que nos ofrecen el Estado de derecho y la democracia liberal, pero parecemos haber olvidado que sus instituciones y estructuras perviven sólo en la medida en que se dan una serie de condiciones.

Entre estas destaca como requisito ineludible un mínimo nivel de compromiso por parte de la ciudadanía hacia la res publica -la cosa pública, el bien común-, algo que no puede producirse sin un determinado marco cultural y humanístico. Justo aquello que las sociedades occidentales hemos dejado progresivamente de atender. Las lecciones que nos ofrecen tanto la filosofía como la puesta en práctica de sus ideas a lo largo de la historia han sido desterradas al desván de la desmemoria colectiva, como un cachivache más lleno de polvo.

Creímos que la libertad de expresión y el derecho a la información producirían por sí mismas una opinión pública lo suficientemente sofisticada como para poder afirmar, más allá de lo formal y nominal, que la soberanía reside en la ciudadanía. Una ciudadanía que, por utilizar palabras de Kant, ha alcanzado la mayoría de edad. Si atendemos a la mano invisible de mercado en la que creen fervorosamente -y de forma un tanto ingenua- algunos liberales, este tipo de opinión pública debería favorecer el florecimiento de un periodismo libre y de calidad. ¿Es ésta la realidad actual?

Quienes suelen responder que en absoluto nos encontramos dentro de este marco ideal aducen razones clásicas que, por supuesto, tienen su parte de verdad: el sensacionalismo vende más que los argumentos, y la disonancia cognitiva que padecemos de fábrica los seres humanos nos inclina de forma inconsciente a consumir aquellos medios que confirman nuestras premisas -por no decir prejuicios- de base.

Seguir centrándonos en estos problemas que afectan al periodismo -y, en consecuencia, a una de las bases del Estado de derecho y la democracia liberal- nos impide ver que estamos varios escalones por debajo de este tipo de atolladeros, pues en este escenario la gente todavía se interesa por los argumentos, aunque las motivaciones sean afianzar sesgos o recrearse en el amarillismo y el pensamiento dicotómico más vergonzosos.

El nivel cultural y humanístico de la ciudadanía ha ido tornándose más deplorable con cada nueva reforma educativa

La realidad que habitamos es más grave y sólo puede ir a peor. Por dos motivos fundamentales: primero, el nivel cultural y humanístico de la ciudadanía ha ido tornándose más deplorable con cada nueva reforma educativa. En segundo lugar, nuestra capacidad de atención está en claro declive, por múltiples y diría que inevitables motivos (bombardeo constante de información, adicción a redes sociales, predominio de lo visual frente a la capacidad para el pensamiento abstracto, etc.)

Desde este panorama, ¿cómo trasladar a la ciudadanía una visión más o menos cabal de la realidad? ¿De verdad nos sorprende que Pedro Sánchez se esté preparando para su propio reality show o que Macron se haya hecho fotografiar luciendo barba de tres días, una más que estudiada cabellera despeinada y una sudadera militar, en un claro intento de imitar a Zelensky?

Todo esto, quizá, sea lo de menos. Lo que me empieza a asustar es cuando la gente ignora algo tan básico como la diferencia entre explicar y justificar. Este error de bulto se encuentra en la base de las acusaciones graves que se vierten sobre quienes hablan de la idiosincrasia del país gobernado por Putin para que podamos comprender un poco mejor los orígenes del conflicto. Por lo visto, explicar las raíces de la invasión implica justificarla y, en consecuencia, te convierte en pro ruso.

Una de las características esenciales del método científico es la explicación por causas. Así definía Aristóteles el conocimiento en general. Precisamente porque tiene una idea sofisticada de lo que desencadena el cáncer, el oncólogo es capaz de trabajar en distintas curas para esta enfermedad, y no se nos ocurre decir que este profesional es feliz con la existencia de esta maldita patología, ni pensamos que el galeno se regodea con el sufrimiento de los que la padecen. ¿Tan difícil resulta extrapolar este modelo a las ciencias sociales y a las humanidades? ¿Comprenderemos algún día por qué nuestras élites torpedean y socavan una y otra vez la educación humanística?

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