Nuestro altamente politizado Tribunal Constitucional, donde impera por siete contra cuatro una clara mayoría “progresista” frente a una impotente minoría “conservadora”, ha decidido dar el visto bueno al borrador de sentencia propuesto por la ponente María Luisa Balaguer que avala la modificación del Código Penal realizada en abril de 2022 por el PSOE y sus socios separatistas, comunistas y bilduetarras, para penalizar las acciones de información y disuasión de las entidades pro vida en las proximidades de las clínicas privadas que practican abortos.
Esta adición al artículo 174 del Código castiga las actuaciones “molestas, ofensivas, intimidatorias o coactivas” ejercidas sobre mujeres que menoscaben su libertad de abortar. Curiosamente, este tipo de sucesos no había sido objeto de sanción alguna por los tribunales antes de esta reforma a pesar de las denuncias de los centros -subvencionados por cierto con millones de euros tanto por administraciones del PP como del PSOE- donde se eliminan vidas humanas en gestación. Este es un asunto muy espinoso y polémico en el que es fácil caer en el dogmatismo de uno u otro signo y en el que hay que distinguir correctamente entre las posiciones morales individuales y la legislación y las políticas públicas al respecto. Obviamente, no era necesaria esta modificación de la normativa penal para sancionar actos molestos, ofensivos, intimidatorios o coactivos, que ya venían siendo objeto de correctivo por los jueces, fuera en la vecindad de los llamados “abortorios” o en cualquier otro lugar.
Por tanto, esta novedad obedeció a un determinado planteamiento ideológico, hoy mayoritario, que considera que el embrión humano no es humano y que forma parte del cuerpo de la mujer sin existencia separada merecedora de protección, precisamente por su absoluta dependencia del organismo plenamente desarrollado y autónomo que lo alberga. Se trata de una cuestión de alto voltaje ético en cuyo análisis predominan las pasiones y los eslóganes -nosotras parimos, nosotras decidimos- sobre los criterios científicos y humanitarios. Es por eso, haciéndose eco de este pensamiento políticamente correcto, por lo que en Francia se ha incluido el aborto como un derecho fundamental en la Constitución de la Quinta República y el presidente Macron insiste en que se incluya también en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Ahora la única posibilidad que se le brinda es el quirófano, lo que estrecha fatalmente su margen de libertad mientras que el sometimiento a su consideración de otros caminos la ensancha y fortalece
Una posición equilibrada y razonable, además de defendible ante cualquier orientación ideológica, en el campo de las leyes y de las políticas concretas a aplicar, es la siguiente: el aborto voluntario no es penalizado legalmente, pero tampoco apoyado con presupuesto público si se lleva a cabo en establecimientos privados; a la mujer que acude a su ambulatorio y manifiesta su deseo de abortar, los servicios sociales la informan de los programas de apoyo dispuestos al efecto y le suministran datos completos sobre el alcance y consecuencias de su intención de manera aséptica y objetiva ofreciendo así a su elección diversas opciones, apoyo y acompañamiento material, médico y psicológico durante el embarazo y los primeros años de maternidad o la alternativa de dar a su criatura en adopción y, naturalmente, la preservación de la libertad de conciencia del personal sanitario. Ahora la única posibilidad que se le brinda es el quirófano, lo que estrecha fatalmente su margen de libertad mientras que el sometimiento a su consideración de otros caminos la ensancha y fortalece.
Ningún enfoque, por feminista que sea, puede ignorar que nos encontramos ante la pugna entre dos derechos, el de la mujer a decidir sobre algo que va a influir significativamente en su vida y el del ser humano que está creciendo en su seno que asimismo es sujeto del derecho a no ser liquidado y arrojado a un cubo de deshechos hospitalarios. Y, francamente, entre estos dos derechos, ambos dignos de ser tenidos en cuenta, parece de mayor peso el de la vida, sin la cual no se puede reclamar ni ejercer ninguno.
Una sala especial del Supremo
El Tribunal Constitucional tiene una historia no exenta de veredictos inquietantes. Recordemos el caso Matesa, la LOAPA, la legalización de Sortu en los comicios vascos de 2011 o la ley de violencia de género, por citar algunos notorios. Su reciente pronunciamiento sobre la presencia y actividades de los defensores de la vida humana desde su concepción en la vecindad de clínicas como Dator y otras de similar propósito incide en este discutible recorrido. Los doctos magistrados han mostrado en ocasiones una interpretación del derecho de propiedad, de la cohesión nacional, de las fuerzas parlamentarias que caben en nuestra Carta Magna, de la simetría penal entre los dos sexos o del derecho a la vida por lo menos resbaladiza. Este es el motivo por el que se han alzado voces promoviendo la conveniencia de que la constitucionalidad de las leyes o de la ejecutoria de los gobernantes sea controlada por una sala especial del Tribunal Supremo y no por un órgano peligrosamente susceptible de caer en las garras de la partitocracia. Yo, lo confieso, he sido y soy una de ellas.
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