Ahora mismo, mientras la señora Cospedal se lame las heridas simuladas después de que sus compañeros le hayan atizado un finiquito diferido, trato de escribir, pero es muy difícil. En el mismo portal de mi casa, justo bajo mi ventana, se acumula un gentío formidable que inunda toda la calle, y las calles vecinas, y la plaza de Pedro Zerolo, que está aquí mismo.
Cantan, ríen, beben y parecen no tener pena, como en el villancico. Se han instalado por todo el barrio chiringuitos para vender bebidas que parecen gestionados por la República de Fenicia, porque por un presunto Larios con pesicola en vaso de plástico pretenden asestarte diez euros. También han puesto generadores eléctricos que envían hasta mi ventana un pestazo a gasoil que me tiene la garganta moraíta de martirio. Para llegar hasta mi casa he tenido que dar un rodeo más largo y accidentado que unas declaraciones de Irene Montero, porque la seguridad ha decidido que hay calles que son para entrar en el barrio y otras que son para salir, y de nada sirve que le digas al guardia que yo vivo en ese portal, en ese de ahí, mírelo, aquí en el carné lo pone.
Luego está la música. En la plaza han montado un escenario al que no sé quiénes se habrán subido (es imposible pasar, hay demasiada gente), pero sin duda deben de ser bastante mayores que yo o pertenecer a los Coros y Danzas de la Transición, porque hay que ver el repertorio: Camilo VI, Karina, Fórmula V, Marisol, Salomé la del Vivo cantando, Gloria Gaynor y, esto sobre todo, el A quién le importa, de Nacho Canut, que suena como once veces porque el gentío considera esa canción algo así como su himno nacional. Y la multitud se las sabe, ¿eh? Se las sabe de memoria, y las corea a voces, y las baila; esto no es nada difícil porque a todas les han puesto el mismo ritmo, bum-bum-bum, así que basta con pegar botes: tampoco hay sitio para mucho más.
Quien tiene derecho a sentirse orgulloso es aquel que ha logrado, después de décadas de sufrimiento, algo que no tenía: la libertad, el respeto propio y el de los demás
Habrán adivinado ustedes que estamos en plenas fiestas del Orgullo Gay de Madrid. Y así no hay quien escriba, ni quien duerma, ni casi quien respire.
Pues ¿saben qué les digo? Que me parece muy bien. Por la calle tengo que avanzar en medio de una marea humana hecha de mozallones musculosos venidos de medio mundo, es verdad, pero también hay bandadas de adolescentes, enjambres de chiquillas que se lo están pasando genial, matrimonios con o sin niños, señoras y señores de mi edad… Hay absolutamente de todo. Y es más que evidente que una gran parte del gentío no es gay ni tiene intención de convertirse a eso, que es lo que temen los atribulados y desmelenados kikos de la parroquia de San José, que está al final de mi calle.
Me encanta. Y me encanta porque es la gente de mi ciudad, que ha salido a divertirse; a participar juntos de una verbena festiva y más multitudinaria que ninguna otra fiesta que se celebre en Madrid. Una verbena, fiesta, cabalgata, manifestación… como ustedes quieran llamarlo, pero que celebra algo tan sencillo y a la vez tan difícil como la libertad de ser como uno es o como quiera ser, sin que nadie le mire mal por eso. La libertad de ser natural, de aspirar a la felicidad, de no mentir, de no disimular, de no esconderse. La libertad de no temer ser como se es. No conozco nada más hermoso que ver que la gente (miles de personas) se divierte, se abraza, baila, sonríe y es feliz por algo así.
El Orgullo debería ser declarada la fiesta grande de Madrid. No se me ha ocurrido a mí la idea ni mucho menos. No hay más que salir a la calle para comprobar que es la fiesta de todo el mundo que quiere sumarse a ella, sin ninguna distinción en absoluto. Y son decenas de miles de personas que están encantadas de festejar algo tan común y tan próximo como la libertad: no hay en esta fiesta nombres de santos, no hay conmemoraciones patrias ni históricas ni pretexto alguno más que la celebración de la dicha por sí misma.
Ciertamente el festejo tiene inconvenientes. Ejemplo: para llegar hasta mi casa he dado un rodeo más largo y accidentado que unas declaraciones de Irene Montero
Pero la libertad, esa libertad de ser como se es y como se quiere ser, esa libertad de espantar de una puñetera vez el miedo a que te señalen, tiene enemigos. Los ha tenido siempre. Y por qué no se celebra un día del orgullo heterosexual, dirán –dicen desde hace mucho–, no sin chulería, los prepotentes de toda la vida. Pues mire usted, porque eso no hace falta. Porque jamás se apuntó a nadie con el dedo, jamás se humilló, se golpeó, se detuvo, se escarneció, se discriminó o se despreció a nadie por ser heterosexual. Eso era lo que la sociedad tradicional (que yo creo que ya no existe, por fortuna) consideraba no solamente normal sino obligatorio.
Quien tiene derecho a sentirse orgulloso es aquel que ha logrado, después de décadas de esfuerzo, de obstinación y de sufrimiento, algo que no tenía: la libertad, la normalidad social, el respeto propio y el de los demás. Que ya nadie (casi nadie) pregunte o comente con quién se mete fulanito o fulanita en la cama para juzgarlo, considerarlo, apreciarlo o despreciarlo. La sociedad española ha llegado a un punto en que a quien se mira con desagrado es a quien dice de otro, con retintín: “Sí, sí; pero es maricón”. Ese término, que hace no tantos años crucificaba socialmente a quien lo recibía, ahora descalifica a quien lo usa. Cuando alguien dice, con tono despectivo, “Fulanito es maricón”, o bollera, o cosas por el estilo, la mayoría de la gente se comporta como si el que suelta eso hubiese eructado: le miran de soslayo, disimulan y piensan para así: “Vaya elemento”.
Por eso estoy muy contento de que sean las tres y media de la mañana cuando por fin recupera la calle un poco de sosiego y puedo terminar estas líneas. Me gusta ver a la gente feliz porque se siente libre. Nunca me agradaron demasiado las multitudes: soy poco manifestero y nada verbenero. No participo del jolgorio, me quedo en casa o me voy con amigos, porque ni mi edad ni mi salud me invitan a bajar a la plaza a pegar botes: mi pie maltrecho no me lo perdonaría. No iré hoy, sábado, a la marcha de las carrozas llenas de gente bailando. Pero este estrépito que no me deja dormir ni escribir me hace, sin embargo, sonreír. Es muy hermoso ver a tanta gente dichosa porque ya no tiene miedo. O porque se alegra de que ya no tengan miedo quienes antes sí lo tenían.
Lo de Karina y Camilo VI lo llevo peor, pero es que yo siempre fui un poco tiquismiquis con esas cosas.
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