No estuvo muy fino José Luis Martínez-Almeida al usar la rojigualda para desplazar a la bandera LGTBI en la fachada del Ayuntamiento de Madrid. Más que abanderar una causa, parecía banderillear otra, como si la españolía fuese en sí misma una contestación o una enmienda. Se puede ser homosexual, pero sobretodo hay que ser español, parecía indicar casi a gritos aquella insignia con aspecto de mantel, porque además su confección vulgar redoblaba la cutrez del asunto.
Vamos servidos del uso de las banderas no para celebrar una identidad sino para contradecir otra, una especie de versión en bucle de la España de los balcones, pero esta vez en el contexto de la semana LGTBI. Tampoco nos engañemos, de un tiempo a esta parte la festividad dedicada al Orgullo parece más una versión hiperbólica del carnaval que la reivindicación de la conquista de unos derechos conquistados, así como la profundización y consolidación de lo ya conseguido. Purpurina toda la que queráis, faltaba más, pero sin perder de vista el poso ciudadano de estos días.
Vamos servidos del uso de las banderas no para celebrar una identidad sino para contradecir otra, una versión en bucle de la España de los balcones
La victoria-derrota de Manuela Carmena en las elecciones municipales ha desatado una psicosis, como si antes de ella no hubiese existido el alcantarillado ni la luz eléctrica en la ciudad. Por eso el gesto del nuevo alcalde -a rebufo de una solicitud de Vox, el partido faltón- reafirma la idea de que una derecha retrógrada ha venido a ilegalizar el divorcio, abolir los parques o apresar a los que vayan en patinete, esa versión Peter Pan de la movilidad urbana que, por muy anárquica y mal regulada que resulte, es una realidad difícil de enmendar.
El despliegue de esa bandera almidonada, tiesa y sobrevenida, por no decir un tanto ocurrente, afianza las creencias contrapuestas de unos y otros: tanto las de aquellos que, en modo Abascal y su imaginario a lo Don Pelayo, celebraron el gesto de Almeida hasta la paranoia de cierta parte de la sociedad que ve neofascistas hasta debajo de las piedras. La coincidencia de la semana del Orgullo con el desalojo de la izquierda del gobierno de Madrid ha desatado el rebrote de los prejuicios y la reedición de una lógica binaria que elude la complejidad y el pensamiento adulto.
De un tiempo a esta parte, el Orgullo parece más una versión hiperbólica del carnaval que la reivindicación de unos derechos conquistados
Dos cosas distintas pueden ser verdad al mismo tiempo, nada las exime de convivir como aspectos complementarios de las libertades individuales y el gobierno civil: es posible ser de derechas y feminista de la misma forma en que se puede ser de izquierdas y taurino. ¿Por qué una cosa debe condicionar o negar a la otra? ¿Dónde está escrito que la identidad nacional condiciona otras decisiones? La cosa pública, el demos, se sujeta en ese principio de síntesis.
Voltaire escribió su Tratado sobre la tolerancia en 1763, 78 años después de que Luis XIV revocara en 1685 el Edicto de Nantes, un documento que permitía la libertad de culto en Francia y cuya desaparición desató una ola de tensión religiosa que se propagó en todos los estamentos. En aquellas páginas Voltaire planteaba la necesidad no sólo de respetar lo que los seres humanos creen, sino lo que ellos representan: individuos distintos pero con el mismo derecho para poseer y expresar ideas, costumbres, opiniones y gustos, incluidas las banderas… siempre que no se las use como banderillas.
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