Opinión

Orgullo y prejuicios

El orgullo debería ser fruto del mérito y del resultado conseguido con esfuerzo, no derivado de una condición sexual innata postrada ante la ideología

No son pocos los movimientos sociales que cada día repican con fuerza a fin de recordarnos a todas y todos que la nuestra es una sociedad plural. Un concepto, el de la diversidad, que cada año revive su particular clímax con la celebración del Orgullo y que, si bien comenzó como una efeméride de un día, posiblemente —y como evidencia la infinita ristra de caracteres que han ido engrosando las siglas del colectivo LGTBIQ+— fruto de este mundo cada minuto más diverso que el anterior, se ha visto abocado a durar todo un mes. Y es que resulta curioso que cuanto más progresa la sociedad, más colectivos oprimidos existen, y que el mismo sistema que dicen los subyuga sea el que les otorga todo un mes para saborear la tan suplicada visibilidad, una prebenda inaccesible para cualquier otra comunidad.

Si algo ha logrado esta corriente arcoíris, que no es sino hija de su supuesto estado avasallador, es el haber corrompido por completo la idea de diversidad y la tolerancia que dicen defender. Lo multicolor deviene así en una suerte de refugio de la mediocridad en el que la orientación sexual se torna en condición suficiente para evangelizar desde el púlpito a golpe de arrogancia y paternalismo a todo aquel que rehúse engullir el discurso LGTBI por entero, con todas sus contradicciones. Las preferencias amatorias distintas a la heterosexualidad se muestran como la más clara evidencia de que un gay, por el simple hecho de serlo, ha sido agraciado con el don de la transigencia a lo distinto, capacidad impropia de quien únicamente se ve atraído por el sexo contrario. La homosexualidad o bisexualidad como signo de exclusividad, de originalidad. Ya lo expresó Voltaire: «Quien es infinitamente pequeño tiene un orgullo infinitamente grande».

Como si la voluntad de una ciudadana más se situara por encima de la voluntad de las urnas. Como si en la federación que preside se vieran representados todos aquellos a quien ella dice representar

Buena muestra de esta impostada superioridad moral de quienes se han autoerigido en adalides de la diversidad la ofreció Uge Sangil, presidenta de Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales, Intersexuales y más (FELGTBI+) cuando el pasado martes en la presentación del Orgullo de Madrid (MADO) reprochó al alcalde no haber colgado la bandera arcoíris de la fachada del ayuntamiento —algo censurado por el Tribunal Supremo— llegando a declarar: «No hace falta porque usted no es el alcalde de toda la ciudadanía de Madrid. No nos representa a toda la ciudadanía de Madrid cuando usted no cuelga la bandera del arcoíris». Como si la voluntad de una ciudadana más se situara por encima de la voluntad de las urnas. Como si en la federación que preside se vieran representados todos aquellos a quien ella dice representar. Y es que cabría preguntarse cuán robusto es un movimiento que se desdibuja sin una bandera que ha mutado en incontables ocasiones víctima de su exaltada vocación de visibilizar a cualquier minoría actual o confeccionada ad libitum.

Es precisamente esta exacerbada preocupación por poner de relieve el rasgo diferencial de cualquier colectivo la principal delatora de la impureza del propósito en que suelen coincidir los movimientos sociales más recientes: la búsqueda de la normalización de su bandera. Pues si lo que se subraya de manera constante es el rasgo diferencial ahondando incluso en la diferencia dentro del mismo colectivo, la normalización es una quimera.

El origen de esta vocación insaciable posiblemente se encuentre en la instrumentalización que, como del feminismo, ha venido realizando una izquierda baldía que se ha visto forzada a henchir con todo tipo de causas sociales una ideología hueca de la extinta lucha de clases. Una apropiación de toda causa de la que crea poder arañar un puñado de votos. Sólo así se entiende que en «la fiesta de la tolerancia» que supuestamente es el Orgullo, la presencia de C’s en 2019 fuera recibida con orín y justificada con un: «Ciudadanos no entendió que era una ‘manifestación política’». Porque para los defensores de la diversidad y el respeto, lo político justifica lo agresivo.

El silencio sobre Qatar

Quizás la politización del Orgullo y del colectivo LGTBI sea también lo que explique el silencio del ministro de Cultura y Deportes Miquel Iceta acerca de la celebración del Mundial de Qatar 2022; la descarada inclusión de proclamas anticapitalistas o marxistas en los manifiestos de la celebración; o incluso la descalificación y burla contra todo aquel que siendo homosexual ose no comulgar con el credo entero de la parroquia multicolor.

Pese a su mayor sutileza, la impronta de la siniestra en esta utilización política de lo más íntimo de la persona queda patente en la victimización del colectivo y la confrontación consiguiente. El sometimiento a la condición de agraviado y reducción de la persona a un simple gusto sexual con el que queda marcada y que define de manera inexorable su porvenir. Se despoja al individuo de todo aquello que le es propio sustituyéndolo por el miedo a perder derechos que nunca verá mermados y el recelo hacia todo aquel con quien no comparte gustos de lo íntimo.

El resultado de la sustracción por parte de la izquierda de una causa tan legítima y respetable como la de la diversidad y la tolerancia no es sino el rechazo a dicho movimiento. Una homofobia nacida como reacción a la imposición de una ideología entera disfrazada de lucha por la tolerancia y la diversidad en quien nadie confía; personas de toda orientación sexual convertidas en caricatura que ven cómo el Orgullo no hace sino aumentar los prejuicios contra ellos construidos a base de obscenidad y desproporción; jóvenes aleccionados sobre el respeto con apellidos.

El orgullo debería ser fruto del mérito y del resultado conseguido con esfuerzo, no derivado de una condición sexual innata postrada ante la ideología. Un pensamiento político que fabrica diferencias espurias en la tolerancia merecida por ciudadanos que son iguales. Una fiesta de la diversidad envuelta en una bandera a la que le sobran todos los colores salvo el rojo y el morado.

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